La semana pasada este diario personificó al intendente de Asunción como el Joker y por ende a la capital del país como la sucia, sórdida y en estado de dejadez, Ciudad Gótica. Personalmente creo que en ningún otro momento de su historia Asunción le hizo más justicia a esa comparación. Cada tanto alguna portada de diario nos obliga a verla con los ojos de un turista y recordar que el calamitoso estado de sus calles no son parte de la normalidad de las cosas.

Los problemas se exhiben ante la ciudadanía diariamente como una enredadera de cosas de mayor o menor complejidad, pero todas irresolutas, con las que nos hemos acostumbrado a convivir, mientras se deteriora nuestra calidad de vida. El aseo urbano, la imposibilidad de prever cuando alguno de los vetustos caños de la ESSAP va a romperse y obligar a destrozar el pavimento para solucionar el problema, los semáforos, los baches, los cuidacoches y un largo etcétera. El combo puede remitir tanto a Gótica como a Asunción a aquella “Teoría de los cristales rotos” esbozada a fines de la década del sesenta.

Esta teoría fue elaborada en base a un experimento realizado por el psicólogo Philip Zimbardo, en 1969. Un día Zimbardo abandonó un coche en las calles del Bronx de Nueva York, sin identificación y con las puertas abiertas. El objetivo era ver lo que pasaba con el coche y a los pocos minutos sus pronósticos se cumplieron. Poco a poco comenzaron a robarse cada una de sus piezas hasta que no quedó nada de valor en él. Luego lo destrozaron. En una segunda parte del experimento, el mismo psicólogo abandonó otro coche, en parecidas condiciones, en un barrio rico de Palo Alto, California. No pasó nada. Durante una semana el coche permaneció intacto. Entonces Zimbardo dio un paso más, y machacó algunas partes de la carrocería. Al cabo de unos pocos días el coche estaba tan destrozado como el del Bronx. Para los sicólogos, la conclusión que arroja el experimento es que una vez que se empiezan a desobedecer las normas que mantienen el orden de una comunidad, tanto el orden como la comunidad se deterioran, y a menudo a una velocidad sorprendente.

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Asunción se muestra hoy frente a su gente como si le hubiesen ido rompiendo los cristales poco a poco, frente a la actitud impasible de los sucesivos gobiernos municipales. El ciudadano no solamente no tiene esperanza en que las cosas mejoren, sino que prácticamente parece darle igual quien gane las próximas elecciones.

¿Qué hacer para recuperarla? No he oído a nadie en los últimos años decir algo coherente sobre cómo rescatar a la ciudad de Asunción del fondo del pozo en el que se halla. Quizá la solución comience por tomar conciencia de que una ciudad que acoge a las oficinas de gobierno y donde se mueve el grueso de la economía del país todavía, ya no es problema solamente de un municipio que funciona en condiciones cada vez más precarias, sino es un problema que merece especial destaque en la agenda del gobierno central, e inversión en infraestructura pública de su parte, más allá de empatías partidarias coyunturales.

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