Durante el tratamiento a mediados de este año en la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), con sede en San José de Costa Rica, de la demanda promovida contra el Estado paraguayo por los prófugos Juan Arrom, Anuncio Martí y Víctor Colmán, sindicados como los principales responsables del secuestro de la empresaria María Edith Bordón de Debernardi, ya nos hemos dado cuenta del nivel que tienen nuestros juristas frente a jueces de otros países.

De mayo –cuando deliberó la CIDH– a la fecha –los tres delincuentes disfrutan de otro refugio en Finlandia– queda bien claro cuál es resultado de la gestión del Paraguay para extraditar a criminales que huyeron de la justicia: un fracaso.

Ningún justificativo es aceptable, pues se trata de delincuentes comunes muy relacionados con una organización política local –Movimiento Patria Libre primero y Partido Patria Libre después– que sirvió de base para la formación del movimiento armado Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP), grupo terrorista que ya tanto horror ha sembrado desde la década del 2000 en el norte del país (Amambay, San Pedro y Concepción). Estos personajes de izquierda no son cualquier persona, pues es muy sabido que tienen la protección de políticos muy bien instalados en sectores de poder de decisión y de muchas influencias y tentáculos.

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Representantes de la Cancillería, de la Procuraduría General de la República, de la Fiscalía General del Estado y de la Policía Nacional, se lavan las manos buscando todo tipo de excusas para justificar tan inexplicable desenlace en este sonado caso, que terminó en los primeros días de este mes con los tres en Finlandia, donde gozan del privilegio del refugio político. Indigna a propios y extraños. Sus abogados lograron lo que todo un Estado no pudo: articular mecanismos legales ante la justicia uruguaya, convencer a la Comisión de Refugiados (Core) de la República Oriental del Uruguay, al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), ¡a la Interpol! y al gobierno de Finlandia de que son perseguidos políticos. Es decir, cinco instancias, entre las cuales están organizaciones internacionales, ven a Paraguay como una nación donde no hay garantías del debido proceso y donde todavía estamos en una especie de seudo Estado donde no se respetan los derechos humanos.

Por un lado, la decisión de esas instancias que participaron del proceso que acabó con la concesión del estatus de refugiados a tres delincuentes, da rabia, pues pasaron por alto un fallo de la CIDH, que determinado en junio nomás el rechazo de una demanda de US$ 100 millones y que el Estado paraguayo no era culpable de haber torturado y secuestrado a Arrom, Martí y Colmán; por el otro, es triste, porque muchos hemos creído inocentemente que nuestro país ya comenzaba al menos a gatear y dar señales claras de que en esta nueva era democrática se podía obtener justicia. Pero no, la jueza uruguaya Blanca Rieiro, la ACNUR, Interpol y Finlandia se encargaron lamentablemente de hacernos bajar de un pedestal que todavía no hemos alcanzado. Al menos, esa es la sensación que a uno le invade tras este episodio.

La pobre gestión que le cupo al embajador paraguayo ante la República Oriental del Uruguay, Rogelio Benítez, en este caso en particular, no tiene explicación y es lamentable. Se trata de un político que ocupa una función diplomática para la cual no está preparado. Arrom, Martí y Colmán se escaparon en sus propias narices y lo mínimo que tendría que hacer la Cancillería Nacional es destituirlo y poner allí a un profesional del escalafón para no tener que pasar en el futuro semejante papelón. Si es cierto que recomendó la contratación del abogado uruguayo Enrique Falco, su responsabilidad es mayor. La actuación de este profesional oriental, que supuestamente cobró US$ 3.000, fue tragicómica. Falco se dio por enterado de la notificación del fallo de la jueza Rieiro, emitido el lunes 7 de octubre del corriente, recién al día siguiente, cuando ya los tres delincuentes estaban por salir del aeropuerto de Carrasco con destino a Finlandia. No tuvo la virtud ni fue capaz de revisar a diario su correo electrónico en un país en que prácticamente ya fue descartado el uso del papel. Su pecado es peor y es una falta de respeto total al Paraguay, porque debió haber estado atento a cada hora porque todo un país estaba pendiente del fallo de la jueza Rieiro.

Arrom, Martí y Colmán se burlaron de todos quienes les andaban detrás, y de todo un sistema estatal, que por lo visto hay que reformular de punta a pértigo. Lo peor, dejaron como moraleja algo peligroso: cualquiera puede secuestrar, asaltar, robar y hasta matar en Paraguay, ya que poniendo un buen abogado ligado a los políticos con influencias en los poderes Legislativo y el Judicial podrá esquivar las rejas sin mucho esfuerzo. Así nos va, la impunidad campante.

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