Una de las gratas sorpresas de la década en la literatura policial es el argentino Guillermo Martínez. Doctorado en matemáticas por la Universidad de Buenos Aires, pasó dos años luego como residente investigador en Oxford. De esa muy formal experiencia surge este quebradero de cabeza en formato de policial negro: una novela que te obliga a leer despacito porque está plagada de teorías matemáticas, filosóficas y científicas.

Un joven estudiante argentino recién llegado a Oxford encuentra el cadáver de su casera, una anciana que fue asfixiada con un almohadón. El asesino ha dejado una nota en clave, indicando que no será el último, y que está dirigido al profesor Arthur Seldom, uno de los lógicos más importantes del siglo y maestro del protagonista, tanto en las ciencias como en la investigación de este asesinato. Juntos llevan adelante su propia pesquisa, en paralelo con la investigación policial oficial. El asesino aparenta ser un matemático frustrado que intenta demostrar una última vez que sí puede con el gran Seldom, puesto que sus crímenes tienen algo en común: casi parecen muertes naturales, ancianos, enfermos terminales, “crímenes que nadie vea como crímenes”, “crímenes imperceptibles”.

“Qué somos usted y yo, ¿qué somos los matemáticos? Somos, como dijo un poeta de su país, los arduos alumnos de Pitágoras”.

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“El primer error de la investigación criminal es la sobrevaloración de la evidencia física… desafortunadamente se guían por el principio de la navaja de Ockham: en tanto no surjan evidencias físicas en contrario prefieren siempre las hipótesis simples a las más complicadas. Este es el segundo error. No solo porque la realidad suele ser naturalmente complicada sino, sobre todo, porque si el asesino es realmente inteligente, y preparó con algún cuidado su crimen, dejará a la vista de todos una explicación simple, una cortina de humo, como un ilusionista en retirada”.

“Qué es la investigación criminal sino nuestro juego de imaginar conjeturas, explicaciones posibles que se amolden a los hechos y tratar de demostrarlas”? Seldom había publicado hace tiempo ya un artículo donde aplicaba a la criminología la lógica de la comprobación matemática de teorías o posibles axiomas lógicos. Y teme que ello haya despertado el instinto competitivo del asesino y desencadenado una cadena de consecuencias que escapan al campo de la teoría: teme, en fin, que todos esos muertos sean culpa suya. Que los ha matado con su soberbia intelectual.

¿Podrá ser que todo se trate de resolver El Problema matemático sin solución en los últimos tres siglos: ¿el último Teorema de Fermat y la supuesta resolución del mismo por un antiguo alumno del profesor Seldom? ¿Puede que esto sea el trabajo robado a otro alumno mucho más oscuro y desconocido? ¿Se trata de un simple caso de plagio? ¿De deslealtad entre académicos? ¿Se trata de dinero? ¿De venganza? ¿De amor? Como todo buen lector de policiales, lo leés creyendo que podés ganarle al autor: adivinar quién es el asesino. Pero esta novela tiene demasiados “mayordomos”, trampas puestas específicamente para que sigas tratando de adivinar, desviarte de la solución más lógica y obvia, la que solo podés ver al final, cuando él se digna contártela.

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