• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • (Periodista, docente y político)

La subversión de valores fue el análisis periodístico recurrente durante años. No solo se exponía en los medios. También se discutía en la academia, en las iglesias y en los foros políticos contestatarios. Había una tensión dialéctica permanente entre el deber ser ético y el hacer político, que permeó todas las capas sociales. Lo que hoy preocupa, más allá de la ausencia de un debate sistemático sobre esta crisis, es que pareciera aceptarse como irreversible.

En medio de esa línea de hacer lo moralmente correcto o lo conveniente para uno mismo transita una juventud confundida y presionada por una corriente de pensamiento que todo lo permite. Una juventud que se decepciona al comprobar cómo la improvisación gana espacios en cargos que exigen alta competencia. O cuando la corrupción es ignorada, o apañada, dentro del cerrado círculo del poder.

¿Es posible, en medio de este panorama oscurecido, repensar la política desde la ética? ¿Es posible que esta envolvente actividad humana que afecta la vida de todos, aunque algunos presumen autoexcluirse (yo no me meto), pueda reconciliarse con una elemental jerarquía axiológica? Los escépticos, apuntalados por un mundo cada vez más influenciado por un impenitente relativismo, responderán con incredulidad. Los pesimistas de siempre no solo desecharán una mínima posibilidad de acercamiento, sino que se mostrarán convencidos de que ese divorcio será cada vez más profundo y hostil.

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Los entusiastas de las redes, donde cada participante tiene su propia agenda –la paradoja de la incomunicación–, presionarán detrás del teclado móvil para que esa relación sea absolutamente necesaria, exigiendo el retorno de la honestidad y de la responsabilidad en el manejo de la cosa pública. Y desde las pantallas bramará la sentencia de absolución o condena, aunque con duración efímera y consecuencias –por ahora– mínimas.

Por último –en este enumerado breve e incompleto– están los que, desde una concepción utilitarista de la política, argumentarán que la ética no siempre es compatible con el ejercicio práctico del poder. El hacer que se impone al deber ser.

Realismo político e integrismo ético

La ética es imprescindible en la vida pública. No como simple enunciado abstracto del discurso político, sino como fundamento indisoluble de la propia existencia. ¿Es una premisa radical? Debería ser así. Sabemos, sin embargo, que como hombres es difícil la perfección, pero mientras tengamos conciencia del error y asumamos la voluntad de corregirlos, nos estaremos aproximando al ideal del bien ético que debería gobernar en toda democracia. Entender que la res publica es restrictivamente lo que su nombre indica, y no susceptible de transportarse y convertirse en dominio privado o lo que algunos describen como “la privatización de lo público”.

Desde Maquiavelo, que desvistió de la moral y de la religión a la política, esta fue adquiriendo estatus de autonomía. El autor de “El Príncipe”, señala Sartori (2003), teorizó con inigualable vigor sobre la existencia de un imperativo propio de la política: la política tiene sus leyes, leyes que el político “debe” aplicar.

La tradición demarcacionista entre política y moral se ha encargado de confirmar y profundizar sus diferencias.

Para Vidal y Santidrián (1981) el integrismo ético se opone radicalmente al realismo político y viceversa. Para el primero, la política es considerada como el lugar común de la hipocresía, la mentira, el engaño y los demás vicios contrarios a la libre ejecutoria del hombre moral. Consiguientemente, es una cuestión completamente inmoral. En el segundo caso (del realismo) se sacrifican los principios morales por el bien de los intereses políticos.

¿Es imposible, entonces, resolver afirmativamente el problema planteado al principio? Respondamos: en todo antagonismo aparece siempre una síntesis conciliadora. Y ese enlace recibe el nombre de “moralización de la política”.

Si alternamos indistintamente ética y moral es porque Ferrater Mora, en su clásico diccionario, está persuadido de que lo ético se ha identificado cada vez con la moral, al punto de que “la ética ha llegado a significar propiamente la ciencia que se ocupa de los objetos morales en todas sus formas”.

Volviendo a la cuestión central, y aunque reconociendo previamente las jerarquías autónomas de la ética y la política, y la irreductibilidad de la una a la otra, no deberían existir impedimentos razonables para la constitución de una nueva entidad: la política moralizada (Vidal y Santidrián). Para reforzar ese puente mediador fundamentan que “si el poder político se justifica por la obtención de un bien, es la realización de este bien lo que necesariamente integra la ética y la política”.

Y Bobbio es más preciso aún, en cuanto al imperativo ético de la política: el bonum comune. El poder tiene como fin la consecución de ese bien. No se trata –añade– del gobierno, sino del buen gobierno. Y concluye con una sentencia de carácter moral: “Buen gobierno es aquel que persigue el bien común, mal gobierno el que persigue el bien propio”.

La esperanza de la redención

Si nos atenemos ciegamente a la lógica de que lo político busca el poder y que el poder corrompe, quedaríamos atenazados por el determinismo fatalista de que la descomposición moral en la administración del Estado es imposible de revertir. Quisiéramos, sin embargo, tener una visión más optimista, sobre todo por la transversalidad, social y cultural, de los canales de información, que diariamente ponen bajo su mirada escrutadora los dichos y los hechos de las personas públicas. Y porque no debiéramos renunciar a la esperanza de que el hombre pudiera redimirse a sí mismo.

La imagen que nos devuelve la realidad no tiene que convocarnos al desánimo. Deberíamos arrancar aunque sea desde una “ética mínima”, como suelen proclamar algunos congresistas, a pesar de distorsionarla para condenar y librarse de algunos de sus adversarios y sin rigor de aplicación para con sus aliados. Actitud que ya en 1918 el ilustre doctor Mallorquín (Juan León) definiría como “jacobinismo para con los de afuera y complicidad para con los de la casa”.

Una brisa esperanzadora alienta nuestro optimismo desde la literatura política. La dimensión ética vuelve a centrarse en el uso del poder, en un recorrido por la filosofía, desde los clásicos griegos hasta el presente.

Algunos títulos, más que sugerentes, apuntan directo al corazón del problema, como el del ya casi nuestro doctor Bernardo Kliksberg: Más ética, más desarrollo. Lo que Kliksberg nos señala claramente es que la ecuación inversa del título de su libro será, indefectiblemente “menos ética y menos desarrollo”. Por tanto, más pobreza.

Por demasiado tiempo se pensó en la política como una escalera para la ascensión personal, social y material. Se arrinconaron las virtudes y se multiplicaron los vicios.

Revalorar el debate sobre la ética es fundamental en estos tiempos en que miles de jóvenes empiezan a incorporarse activamente a la vida política. Para no aceptar como normales las prácticas repetidas de cinismo, hipocresía, traiciones y latrocinio. Igualmente grave es premiar la incompetencia y la mediocridad, por encima del mérito, del carácter y la virtud (Mallorquín).

Urge, más que nunca, repensar la política desde la ética.

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En medio de esa línea de hacer lo moralmente correcto o lo conveniente para uno mismo transita una juventud confundida y presionada por una corriente de pensamiento que todo lo permite”.

Por demasiado tiempo se pensó en la política como una escalera para la ascensión personal, social y material. Se arrinconaron las virtudes y se multiplicaron los vicios”.

Una brisa esperanzadora alienta nuestro optimismo desde la literatura política. La dimensión ética vuelve a centrarse en el uso del poder, en un recorrido por la filosofía, desde los clásicos griegos hasta el presente”.

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