Otro libro y otro autor que le debo a la generosa sabiduría de un buen vendedor de libros porteño. Ruego a Cervantes que le hayan dado comisión por todo lo que logró venderme, aunque el verbo “lograr” conmigo y una librería, bueno, es forzar un poco la realidad. Había oído hablar de “Una noche con Sabrina Love”, y estaba en esa nebulosa lista de “cosas que debería leer, pero ni siquiera estoy segura si quiero”. Y gracias a mi “dealer” del Cúspide de Recoleta, llegó a mis manos Mairal.

Lucas es un escritor que hace rato no escribe, y mucho menos cobra. Está casado y tiene un hijo chiquito. A su mujer le va mejor en su profesión y aparte de mantener la casa, le ha hecho algún préstamo grande. Esto empieza como una gran obsesión de Lucas con que ella, Catalina, le está poniendo unos cuernos brutales. Parecería ser la simple historia de un pobre cornudo. Pero, ¿es alguna vez así de simple la vida?

No, ni la vida más simple es así de simple. Lucas tiene que cobrar un adelanto por unos libros que le encargaron desde el extranjero. En la Argentina del dólar de todos los colores, de control cambiario, él abre una cuenta en Montevideo unos meses antes, y cuando el dinero llega, se toma un Buquebús de esos que salen temprano y vuelven de noche en el mismo día, sufragado por su mujer, y se va a retirar el dinero que, en Uruguay, vale el doble que en Argentina. Toma todas las precauciones, de dónde guardar el dinero, de cómo disimularlo.

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“Estaba enamorado de una mujer y enamorado de la ciudad donde ella vivía. Y todo me lo inventé, o casi todo. Una ciudad imaginaria en un país limítrofe. Por ahí caminé, más que por las calles reales.”

Pero es que Lucas tiene otra asignatura pendiente en esa ciudad: Guerra. Magalí Guerra, que prefiere que la llamen por el apellido, una chica mucho más joven que conoció en un simposio literario en la Costa de Rocha hace años y con quien mantiene una suerte de romance cibernético. Dentro de su esquema del día, está encontrarse con ella a almorzar y, si puede, llevarla a la suite que alquiló por el día en el hotel más lujoso de Montevideo.

Es un obvio escape a su realidad, a su matrimonio que se cae abajo, a una realidad que lo ahoga, a su propia incapacidad para remontar el barrilete de la vida que, con tanto amor y cuidado, en su momento, una vez armó. El relato está escrito en primera persona, como una carta dirigida a su esposa, en la cual le va confesando y relatando todo el periplo absurdo que vivió ese día en Montevideo, incluyendo a Guerra. Pero su esposa lo está esperando en Buenos Aires con revelaciones mucho más sorprendentes que las que su celosa imaginación fabricó. Y que lo obligan a aceptar sus limitaciones y su realidad y la necesidad de decir, de decirse a sí mismo, por una vez, la verdad. Enterita.

¿Salen las cosas como esperaba? ¿Debería arruinarte el final? No, eso no se hace. Lo que sí te puedo adelantar es que este no es un libro simple, ligero, ni la historia trivial de una “cana al aire”. Es un relato que destila honestidad, en el cual un hombre se sincera consigo mismo y con su mundo: “Entendí que prefería tocar bien el ukelele que tocar mal la guitarra, y eso fue como una nueva filosofía personal. Si no podés con la vida, probá con la vidita.”.

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