Si nunca oíste hablar de Fernando González Nohra, tengo el gusto de anticiparte que te vas a cansar de oír hablar de su última novela. El peruano ya había demostrado su maleducada irreverencia, su morboso humor negro y su falta de respeto por toda convención social en su primera novela: “Carroñero”, publicada, como corresponde a todo buen escritor latino, primero en España y luego recién en su país. Su prosa te hace creer que Bukowski y Bryce-Echenique lograron parir un hijo secreto, de madre desconocida; pero con Fante como ama de cría.

“Con sumo placer”, es una sátira negra del boom gastronómico peruano. Ese nuevo lugar entre las bellas artes que ahora ocupa la cocina de su país le dio un poco de urticaria (seguro que es de los que no saben hacer un huevo frito) y decidió reírse un poco a costa de los nuevos sumos sacerdotes y embajadores de la cultura peruana.

De niño, Aldo Peña se salvó del crimen que terminó con la vida de sus padres porque, mientras sicarios a sueldo acribillaban el auto, él estaba agachado en el asiento trasero buscando la figurita que le faltaba para completar su álbum del Mundial Italia 90. Cree que era la de Roberto Baggio, pero no está seguro, y esa falta de precisión en su memoria del ídolo que le salvó la vida, pero al mismo tiempo lo cargó con la culpa del sobreviviente, es su pesadilla eterna.

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“Así, poco a poco y sin quererlo, Aldo Peña fue forjando en ese cuaderno de Religión su propio credo, el del reino de las ollas y de las cucharas y de sus emociones: dogma de fe a la vez que válvula de escape ante la amargura y el infortunio”.

Tratá de ser de mi generación y que esa anécdota no te haga sentir empatía con ese chico. Golpe bajo. Es que mi parámetro para evaluar lo bien escrito que está un villano son las ganas que tengo, a medida que avanzo en la lectura, de que gane el malo. Yo quería que gane Aldo, qué le voy a hacer. Y sí, ese tierno niñito será el villano más narcisista y psicópata que puedas imaginar. Uno con una pasión: la cocina. Su nana Saturnina, único remanente afectivo que le queda de su pasado, junto con su tío Leoncio, le enseña sus recetas de cocina criolla peruana, y Aldo las anota en su cuaderno de Religión. Uno que va llenando hasta que Leoncio fallece y queda como albacea y tutor el delincuente de su tío José María.

Su familia tenía un matadero y aprendió el oficio desde la infancia. Luego de la tragedia la empezó a perfeccionar. ¿Cómo y con quién? Prefiero no entrar en detalles. Al cumplir la mayoría de edad, su tío y albacea le comunica que de su herencia no quedan más que deudas, que hasta tiene que desalojar su casa y que si quiere cumplir su sueño de estudiar Gastronomía, debe despedir a su nana. Aldo hará lo que sea por cumplir su sueño de abrir un restaurante con las recetas de Saturnina y el nombre del Tío Leoncio. Esto requerirá no solo las mejores recetas y la más precisa técnica, sino de ingredientes muy especiales. Primero, de forma accidental, y luego como una conveniente forma de purgar su rabia contra quienes lo ofendieron y conseguir materia prima en un solo paso, Aldo se convertirá en un improvisado asesino en serie, y encontrará por fin el punto exacto de condimento de sus guisos: la venganza. Y ese es un plato, que, como el guiso de campo de Aldo, solo sabe bien caliente.

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