• Por Olga Dios

Te decís que la imaginación sigue siendo tu aliada y que con lo que tenés acá, tu mente se entretiene de lo lindo. Te tomás un colectivo, bajás, entrás al museo y caminás directo hacia el cuadro que te llama. Es barato y rápido. Cuando pasás frente al cuadro del padre de Rousseau, lo saludás como a un pariente cercano y a veces le preguntás por sus cosas. No te importa lo que dicen en tu familia, que en Buenos Aires solo hay obras de segunda categoría, obras menores de grandes artistas. Que para ver pinturas en serio tenés que viajar… Quién sabe, quizás te hayas convencido de que no necesitás ni grandes aviones ni obras maestras en tu vida. Cézanne decía: ‘Lo grandioso acaba por cansar’”.

María Gainza, redactora de arte, sorprendió con su primera novela, una delicia inclasificable. Once capítulos de una novela, once cuentos, once pequeños ensayos sobre la historia de la pintura. Un poco de todo. Tomando once obras que se encuentran en su mayoría en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, algunas en el de Arte Decorativo, de esas pinturas que la madre de clase alta de la autora describiría como “obras menores de grandes artistas”, entre grandes maestros europeos y argentinos, pero a los que ella acude religiosamente porque le fascinan más allá de lo que un manual de arte puede explicarte sobre sus méritos artísticos, su técnica o su virtuosismo. Son pinturas que le tocan el alma.

Esa es la primera capa de este libro-cebolla. La segunda es una versión sui géneris de la biografía del pintor, de la obsesión que lo llevó a pintar ese cuadro. Aprendemos secretos e incidencias de las vidas del Greco, el aduanero Rousseau, Picasso, Toulouse-Lautrec, Fujita, de la obsesión de Gustave Courbet por el mar y el paisaje agreste de la costa de Étretat. Entre los argentinos, vamos desde la locura que llevó a Schiavoni a sesiones espiritistas en Italia, al “Manco de Curupayty”, el genial Cándido López, que plasmó en sus óleos el horror, el fuego y la muerte de la Guerra de la Triple Alianza.

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Pero hay una sustancia semilíquida que une estas dos capas y a las historias entre sí. La relación personal de la autora con las obras, la asociación mental que hace entre un pintor, su historia, o una figura específica en un cuadro, con un episodio de su propia vida. El relato autobiográfico es lo que convierte a este libro en una novela, en una historia continua que despierta emociones y admiración, en simultáneo. Y muchas muchas ganas de tomar esta guía involuntaria y darse un paseo por los Museos de Buenos Aires, sabiendo que esos cuadros que ella describe nunca los vas a poder mirar como obras bidimensionales, sino como mucho mucho más.

Cada vez que me atrae seriamente una pintura, el mismo papelón. Me han dicho que es la dopamina que libera mi cerebro y aumenta la presión arterial. Stendhal lo describió así: ‘Saliendo de Santa Croce me latía con fuerza el corazón; sentía que la vida se había agotado en mí, andaba con miedo de caerme’. Dos siglos después, una enfermera del servicio de urgencias de Santa María Nuova, alarmada ante el número de turistas que caían en una suerte de coma voluptuoso frente a las esculturas de Miguel Ángel, lo bautizó síndrome de Stendhal”.

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