• Por Carlos Mariano Nin

Me detengo en el semáforo. Es hora pico, no sé si hace frío o calor, es uno de esos días agradables que solo descompone el tránsito lento de calles saturadas de vehículos.

Un ejército de vendedores ambulantes se tira a la dura lucha de ganase el pan en cada ventanilla y otra vez los números para plantear de otra forma algo que vemos cotidianamente: según el Banco Mundial, Paraguay se ubica este año entre los países con el mayor nivel de empleo informal entre las economías de ingreso mediano alto, al presentar una tasa del 71% en este indicador.

No es todo.

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El mismo informe revela que nuestro país cuenta con las peores condiciones de capital humano en Sudamérica.

Repaso las cifras mientras espero el cambio de luces.

Solo pasaron unos segundos cuando veo entre ese montón de personas desesperadas por vender algo a un niño. Tiene dos limones o naranjas en las manos, con las que juega frente a mi parabrisas. Miro un instante, el suficiente como para darme cuenta que no es un juego, es un arte: el de sobrevivir. Debería estar en la escuela, pero son pocas sus posibilidades en un país donde de cada 10 niños que comienzan la primaria, solo 4 terminan la secundaria.

Mi rutina diaria me obliga a detenerme casi siempre en el mismo semáforo… y la historia se repite. Chipa, choclo, cargadores para celulares y agua. Todo se mezcla en esta selva de cemento.

Pero me quedo en el niño con las pelotitas. Es pequeño, menudito y casi no le caben las improvisadas pelotitas en las manos, pero va profesionalizando su arte, lo suficiente para obligarme a prestarle atención, a seguir esos limones que van y vienen y giran y se cruzan sin tocar el suelo, en un malabarismo sinfónico digno de un especialista.

La radio me desconcentra. Según la declaración jurada del ex presidente del Congreso Nacional Silvio Ovelar, posee un activo 5.500 millones de guaraníes, tras más de 20 años de trabajo en el sector público. Pienso que es otro genio de las finanzas o que el Estado le paga demasiado a sus funcionarios. Es uno de esos privilegiados que nunca sabrá lo que es no tener dinero para llevar la comida a la mesa. Su señora, Iris Magnolia Mendoza Balmaceda, es jefa del Departamento de Derecho Ambiental de la Itaipú Binacional, con un salario de 100 millones de guaraníes.

Pero la realidad es otra, me lo recuerda con su mirada triste el niño parado en medio de la calle.

Unas monedas lo alientan, se siente compensado. Sus movimientos están perfectamente coordinados. Un show estrictamente cronometrado, que comienza y termina con un simple y veloz cambio de luces (32 mil niños entre Asunción, Área Metropolitana y Central están en situación de calle).

Se habrá ido a dormir cuando se ponga el sol. Cansado, pero satisfecho de haberse ganado la comida sin robar más que un momento de atención.

Son niños sin familia, o en muchos de los casos con hogares mutilados por la pobreza (1 de cada 5 paraguayos está en la indigencia), la violencia o la migración (85.000 familias tienen al menos a uno de sus integrantes en el exilio económico).

La de él es una situación que se repite por miles en todos los semáforos de todos los departamentos de Paraguay, desde hace años. Solo en Asunción existen más de 35 ONGs que trabajan para la infancia.

Los niños que están en las calles no son el problema. Son el presente con el que se construirá el futuro. Los niños en las calles son médicos, ingenieros, electricistas, funcionarios públicos que se unirán a otros con los cuales se construirá el nuevo Paraguay.

Si hoy les robamos el futuro, estamos condenados a seguir en el atraso.

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