Por Miguel A. Velázquez Blanco (Dr. Mime)
Que los nuevos paradigmas de la ciencia revolucionan las profesiones tradicionales no es nada nuevo. Desde la simple alfarería donde robots diseñan lo que el artesano tiene en mente para perfeccionar su obra, hasta algoritmos médicos que ayudan al galeno a realizar diagnósticos más certeros reduciendo considerablemente los márgenes de error, las ciencias ayudan al ser humano en una prueba cotidiana de evolución del conocimiento, donde el saber siempre es bienvenido, y donde el ayer es más que 24 horas de tiempo, muchas veces es un gran abismo cognitivo entre lo que teníamos y lo que hoy se nos presenta.
Dentro de ese campo, las Neurociencias han revolucionado todos los ámbitos: ayudan a diseñar modelos de ventas, a capacitar líderes “a medida”, a crear campañas políticas con detallados estudios de mensajes, colores, contenidos y hasta gestos de los candidatos. Pero hay probablemente conocimientos donde nos parecería que las Neurociencias tienen difícil cabida para ayudarlos, y uno de ellos es el Derecho. Sin embargo, hoy en día es improbable ejercer el Derecho sin ayuda de los médicos, sicólogos y penalistas forenses que se dedican a arrojar luz sobre la base del crimen en la especie humana: la mente. Hoy en día, las Neurociencias examinan cada vez más los procesos cerebrales que subyacen detrás de una conducta violenta y delincuente. Es por eso que hoy en día se impone la revisión de los términos tradicionales de culpabilidad, reprochabilidad y responsabilidad que son la base del sistema jurídico, y que, sin embargo, son conceptos paradigmáticos que, cuanto menos, deben revisarse.
En los años ochenta del siglo pasado, Benjamin Libet, con estudios, demostró que casi un tercio de segundo antes de que la decisión voluntaria consciente de una persona de mover un músculo se produjese, se origina en el cerebro un potencial de alerta, avisándole de que iba a realizar dicho acto. Este hecho cuestiona abiertamente el concepto de “libre albedrío”. Con esta demostración, muchos han pensado que es la mecánica interna del funcionamiento cerebral, y no las decisiones conscientes del individuo, la que determina nuestra conducta. Esto da que pensar: existiría entonces un mecanismo cerebral que propenda a la comisión de crímenes en unos individuos más que en otros? De ser así, los penalistas sagaces aducirían “no es culpa de mi cliente sino de su cerebro”?. No estamos tan lejos: en los Estados Unidos, los penalistas solicitan el examen funcional por medio de resonancia magnética del cerebro de sus defendidos para demostrar alteraciones en su funcionamiento relacionadas a “fallas” en sus conexiones, que demuestren que el hecho consumado no fue voluntario sino causado por una alteración, y así agregar atenuantes al individuo. ¿Llegamos tan lejos?
Es así que tenemos, por un lado a la fisiología cerebral, y por otro lado a la culpa y la responsabilidad individual. Moviéndose en el medio tenemos a la Neurocriminalística, una nueva rama del Derecho que surge para arrojar luz (¿u obscuridad?) a la teoría de la culpa. El hecho de que un acusado pueda cambiar su carátula por “ausencia del libre albedrío” puede parecer tentador para cualquier abogado defensor, pero... ¿qué pensamos de esto? ¿Que cambios profundos le esperan a la Justicia en el futuro inmediato?
Buscando descifrar que pasa en el cerebro de un asesino serial, un asesino de niños o quien mata a su familia, por ejemplo, es que se inician los estudios del “cerebro criminal”. La búsqueda de las raíces de la conducta criminal intenta descifrar las peculiaridades de los cerebros donde faltan empatía y conciencia de la injusticia, o donde existiera un talento especial para mentir y manipular o para crear e idear falsos escenarios tendientes, si bien no a crear el crimen perfecto, al menos a justificar deleznables acciones causadas por mentes impulsivas y violentas. Hoy en día se denominan “trastornos antisociales de la personalidad” a un amplio espectro de causas a las que agregan los factores sociales, ambientales, genéticos, neurobiológicos y sicológicos. Sin embargo, todo ello junto no consigue armar el llamado “cerebro del criminal” como una especie de modelo de análisis y estudio debido principalmente a la complejidad de cada caso en particular. Para ello, hay estudios datados en 1994 donde peligrosos criminales exhibieron al examen un metabolismo bajo a nivel de su corteza cerebral prefrontal lateral y media, que es, al fin y al cabo, la que lanza el “freno” moral ante conductas inapropiadas. Dicho de otra manera: no tenían posibilidad de detenerse ante la posibilidad de cometer un ilícito porque simplemente esa parte de sus cerebros “funcionaba mas lento”. A esto le sumamos que, en estos individuos, los investigadores descubrieron igualmente anormalidades a nivel del lóbulo temporal (regulador de las emociones), las amígdalas cerebrales (centros de alerta del sistema nervioso) y el hipocampo (sede de la memoria y base de las conductas aprendidas). Igualmente, experimentos en cerebros de pedófilos mostraron que, cuanto mayor era la tendencia a la pedofilia, menor era la respuesta de la susodicha corteza prefrontal dorsal, pero en su porción lateral.
Suena interesante ¿verdad? Son cosas que a abogados, penalistas, forenses y neurocientíficos nos tienen DE LA CABEZA... ¿la seguimos el sábado que viene?