• Por Augusto Dos Santos
  • Analista

Hay aspectos muy curiosos en los músculos del escrache como herramienta destituyente, trataré de enumerarlos.

El escrache es una forma de protesta que está ligado a un objetivo destituyente. Por lo tanto, reivindica que un impulso de indignación puede reemplazar a un designado por la voluntad popular.

Aquí salta una primera cuestión curiosa que denuncia la enorme fuerza que tiene un centenar de personas para subsidiar el trabajo de por lo menos tres instituciones: El Tribunal Superior de Justicia Electoral, la Justicia y el propio Parlamento. Por un lado, el escrache tiene la fuerza de un discurso infalible, el de la representación de la indignación ciudadana, que a su vez tiene la fortaleza de la intangibilidad, por lo que nadie puede cotejar –salvo mediante una costosa encuesta– qué está pensando la ciudadanía con relación a uno u otro tema.

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A su vez, los escraches tienen una debilidad, son tremendamente manipulables por los intereses de medios en contra de sus objetivos políticos. En gran medida porque ambas “instituciones” –medios y escrachadores– saben que deben convivir en simbiosis para que la cosa funcione.

Al mismo tiempo, los escraches se aprovechan del enorme complejo de culpa de los congresistas al ser la institución más repudiada del sistema paraguayo.

En estos días, tras la destitución de Dionisio Amarilla (a quien si no comprobaban faltas debían nomás luego despedir por su horrible verborragia digna de compartir el podio de lo insufrible con el veneno de la musaraña de cola corta o el canto de Ricardo Arjona) un congresista se atrevió a decir que la destitución del citado representante era un triunfo ciudadano. Fíjense que los propios congresistas ya son incapaces de atribuirse procedimientos que son típicamente institucionales y se ven obligados a jugar para las gradas de la ciudadanía, aunque ningún escrachador votará por ellos en las próximas elecciones.

Aquí es donde recordamos al viejo Borges con aquella frase brillante: “No nos une el amor sino el espanto”. Pareciese que Borges la escribió para nosotros, diría un congresista.

Derrota del sistema

Hasta el momento no formulo ni haré una crítica al concepto de escrache, porque creo que su existencia es importante para marcar nítidamente dónde está fallando la democracia. Casi vale parangonarla con las emulsiones que se inyectan al organismo para ir detectando dónde un órgano no está funcionando correctamente.

Pero que el escrache significa una derrota del sistema no hay dudas. Los políticos se quejan porque 70 o 100 personas tumban a un congresista electo por 100 mil votos, pero antes de quejarse deberían sentarse a reflexionar dos asuntos: ¿Cuándo fue que los ciudadanos dejaron de confiar en ellos para representarlos y depositaron su confianza en los escrachadores? Lo segundo que tienen que reflexionar, es lo más importante: ¿Cuándo, en un estado social de escraches, se instala el concepto de la indignación? Las herramientas convencionales del debate político, administrativo o jurídico pasarán a un segundo o tercer plano y pasará a primar un solo escenario: el enfrentamiento del “pueblo contra un sinvergüenza”. Podés quejarte, podés decir que es un regreso a la cacería de brujas, lo que quieras, pero son las condiciones que vos, POLÍTICA, con tu decadencia te encargaste de parir.

El relato bíblico habla del “castigo divino” para idealizar cuando lo sobrenatural viene a poner justicia en una situación de excesos de poder. Algo de eso pasa con el escrache, en el fondo.

¿Es la destitución vía escrache una herramienta institucional democrática? Obviamente no. Naturalmente, el escrache existe porque se derrumbaron las instituciones que tienen que reglar el funcionamiento del Estado y controlar a sus actores. Ante ello, es inútil llorar sobre la leche derramada y reivindicar que este o aquel fue electo por el voto popular y destituido bajo presión en el Congreso. Porque cuando una democracia está enferma y frágil, su funcionamiento deja de ser orgánico para ser fáctico. No hay mejor poesía factual que la destitución de una persona mediante la presión popular.

No hay dudas que es vergonzante que la soberanía de los votos expresados en urnas ya no pueda sostener a una autoridad hasta el final de su mandato. Un poco más tarde, seguramente, empezaremos a preguntarnos para qué elegimos autoridades por el voto popular. Pero –justamente– el desplome sin solución de continuidad de nuestras formas democráticas tiene que ver con hacernos esa clase de preguntas que carecen de autocrítica, porque el escrache no es otra cosa más que un exabrupto extraordinario en medio de una sociedad política que ha normalizado el exabrupto regular.

Francis Fukuyama anticipó que acababa un largo periodo iniciado con la Revolución francesa en lo que vaticinó como el fin de las ideologías. Sus expresiones post-1989 generaron cuestionamientos desde la razón y desde la nostalgia, pero finalmente no hicieron sino describir –como otros autores– un profundo cambio en la estructura del poder que quienes no quieran averiguar quedarán, como diría el Flaco de Úbeda: “ En el bulevar de los sueños rotos”.

Pero hay más, están surgiendo liderazgos como el de Payo Cubas, que están regidos por tal lógica y cuentan con la exitosa atmósfera de condenar a la clase política y a sus íconos aprovechando que –precisamente– en los nuevos “públicos” (1) de la democracia lo que vale es la iconoclasia o dicho en francés: El tipo que le toca el cu... al poder.

(1) Habría que empezar a estudiar seriamente si el elemento más incidente sobre un proceso democrático es hoy el elector o son “los públicos” de la videopolítica. Veámoslo en un próximo comentario.

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