• Por Augusto dos santos
  • Analista.

Este fin de semana compartimos un café con Gonzalo Quintana, recordado ex congresista liberal y con Santiago Peña, ex ministro de Hacienda. La formulación que hacía Gonzalo sobre la corrupción en el Estado es de lo más inteligente que escuché hasta hoy. Mencionaba Gonzalo que la corrupción no acabará nunca, peor aún si el discurso mentiroso sigue siendo “vamos a acabar con toda forma de corrupción”. En verdad no se acabará toda forma de corrupción, planteaba el ex congresista, lo que podemos hacer es crear condiciones éticas para que existan menos corruptos.

El cambio de eje de Gonzalo me parece vital: andamos por la vida, todos, corruptos y no corruptos, cuestionado a la corrupción por lo generosamente fácil que es cuestionar los conceptos. ¿Qué pasaría de un día empezáramos a cuestionar nuestros principios? Empezáramos –en suma– a perseguir mucho más al huevo del corrupto que al dinosaurio de la corrupción. En resumen, el enemigo es el corrupto, la corrupción es su producto. Una forma de combatir al corrupto es una civilidad basada en principios, a la corrupción luego la combatirá la Justicia, pero se seguirá reproduciéndose sin solución de continuidad mientras siga sin trabajarse la línea de base, el suelo donde se siembra; mientras sigan ausentes los principios.

Para ver que esto funciona así es sencillo observar lo que sucede en la función pública, pero también en la relación entre sectores del ámbito privado y la función pública. No puede eliminarse la corrupción en tanto en la abrumadora mayoría de los actores el pensamiento único es lucrar con el Estado o vivir a sus costillas. Ninguno de ellos provocará nunca un cambio, el más mínimo, porque el secreto de sus ganancias es la ausencia de principios.

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La mejor oficina de anticorrupción pegará uno o dos golpes y arrancará una o dos serpientes a la medusa, pero ella seguirá existiendo con vigor renaciente mientras no se produzca como sociedad un consenso para cambiar nuestra base principal, nuestra base de principios. Ello conlleva educación, disciplina y civilidad. Todo lo que no tenemos justamente.

Con frecuencia y muchas veces sin darnos cuenta abrimos al máximo el angular de la crítica para que la autocrítica se vea en mínima expresión. Así es cuando huimos de juzgar las razones de nuestra condición de sociedad corrupta para detenernos a criticar la corrupción genéricamente.

La civilización Inca supo crecer hasta niveles importantes en los valles y montañas de los Andes gracias a un presupuesto ético muy simple: Ama Sua (no robes), Ama Quella (no mientas), Ama Lulla (no seas flojo).

En esa frase se concentraban paradigmas muy precisos, la fortaleza del estado: el Ama Sua, el concepto de la propiedad privada o pública, su incuestionable respeto y el ejemplar castigo a sus agresores. El Amaquella o el culto a la verdad como procedimiento de relación social, entendido no solo desde la perspectiva de transparencia de Estados o gobiernos, sino desde las interacciones personales Y el Ama Lulla, “no seas flojo”; un gigantesco llamado que se hace a avanzar hacia las metas no importa que obstáculos existan; cuestionando la tibieza de la duda o el abandono de proyectos cuando ellos –aún criticados– a la larga conducen al bien común.

Los datos sobre corrupción en América Latina siguen siendo espeluznantes porque su clase política no decidió combinar el “Ama Sua” (no robar) con el Ama Lulla (no ser flojo), sencillamente porque la perversión cultural es tan grande que son acusados de flojos los funcionarios que roban poco y no los funcionarios que no se animan a castigar ejemplarmente la corrupción como pasaba en aquella cultura de altas montañas.

Por ello, paradójicamente, el concepto ético más importante para detener la corrupción estatal no parecen ser los incaicos “no robar” y “no mentir”, sino el tercero de ellos “no ser flojos” en el abordaje de este problema.

Y para ejemplificarlo utilizaremos uno de los mejores ejemplos de la historia mundial en materia de cambio de paradigmas.

Cuando Alejandro Magno llega con sus ejércitos a Gordion, enclave comercial entre Jonia y Persia; los gordianos –casi “sobradores”– le enseñan a Alejandro el dilema irresoluble del nudo del carro de Gordion, sobre el cual había fama universal, tanto que decían que quien lo desatara alguna vez dominaría el mundo.

El pueblo se reunió para observar como el legendario Alejandro Magno iba a resolver el misterio. El glorioso de Macedonia sencillamente sacó su filosa espada y ante el asombro de todos cortó la soga. Y antes de retirarse dijo para el silencio reinante: “tanto monta cortar como desatar”; da lo mismo cortar que desatar.

Eso se llama fundar un paradigma. Y ese es el desafío, cortar con la corrupción enfocando a la construcción de generaciones basadas en los principios. Hay tipos como Gonzalo dando charlas para jóvenes sobre esto, pero necesitamos 100, o 1.000, necesitamos en verdad que por una generación en cada casa se enseñe a los jóvenes que van a terminar el colegio que tocar un peso del Estado es de lo peor. Qué hay otro mundo que funciona mejor.

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