Hace años, cuando tuve que realizar un viaje al extranjero, decidí matar dos pájaros de un tiro: por un lado visitar a un viejo amigo al que hacía décadas no veía… y ahorrar algún dinero en alojamiento.

La idea resultó mejor de lo que esperaba, pues este amigo se puso tan contento con mi llegada, al punto que organizó en mi honor una cena con toda su familia. En medio de las risas y brindis comprendí que su actitud se debía en parte al aprecio que me tenía, pero también a su soledad en el extranjero, que hacía que cualquier contacto con un compatriota significara un buen motivo para celebrar.

Así pasaron los días y una noche antes de regresar me llamó la atención que todos sus hijos se congregaron alrededor de la chimenea y en silencio se abocaron a la tarea de lustrar todos los zapatos.

Mi amigo notó mi extrañeza, ya que en ese tiempo ya de tablets y celulares, mancharse los dedos con betún era cosa del siglo pasado.

Me dijo que cuando él era niño en su hogar tenían como costumbre que los más chicos se reunieran los sábados por la noche para limpiar y darles brillo a todos los calzados. Esta tradición familiar se remontaba a generaciones pasadas.

En primer lugar –contaba– esta práctica los chicos la realizaban antes de ir a dormir, luego de que hubieran acabado sus juegos y actividades del día. Aprendían humildad y respeto al tener que limpiar un implemento sucio utilizado por otros, de esa manera, como todavía no trabajaban fuera y no aportaban dinero, sí podían colaborar para la familia. Era una obligación y a la vez una lección.

Entre risas, recordó que cierto sábado, siendo él un niño, como era habitual se preparó para realizar la tarea con sus hermanos. A pesar de que era tarde, era importante que los zapatos estuvieran impecables porque a la mañana siguiente serían usados para ir a misa. Así que, con diligencia, tomó el primer par y prestamente con un trapito comenzó a extender la pomada por todo el cuero. “Color intenso, brillo resistente” se podía leer en esa clásica latita de forma redondeada. Cuando tomó el otro lado, con horror se dio cuenta de que al calzado favorito de su padre le había aplicado un producto negro en vez del marrón y el resultado era que el zapato había cambiado de color.

Tratando de enmendar su equivocación, y con la intención de que nadie se diera cuenta, el segundo zapato sí recibió la crema del color correspondiente. Como estaba oscuro, al pasarle el cepillo no se notaba la diferencia.

Así, remediado el problema, acabó el susto y todos fueron a la cama conscientes de que debían madrugar al día siguiente para cumplir con su obligación religiosa.

Y claro, como todos los domingos, el batallón familiar se preparó en tropel para salir. Ropas, medias, peinados con “gomina” y mantillas eran parte del proceso de “ponerse lindos para presentarse en la casa de Dios”.

Cuando todos estuvieron listos y salieron al porche para abordar el vehículo, el pavor se reflejó en el rostro de mi amigo. Y es que con el sol pleno, de pronto su mirada se clavó en los zapatos de su padre: ¡uno era marrón y el otro negro!… eso sí, ambos estaban muy limpios y brillantes.

Su padre lo miró con bondad. Él había comprendido lo sucedido, pero de su boca no salió ni una sola palabra, solo sonrió, y con orgullo paseó sus zapatos bicolores durante toda la jornada.

Él sabía que se arriesgaba a las consecuencias de los errores de terceros cuando confiaba una tarea a otra persona. Pero ese error era, precisamente, parte de la lección.

Esta anécdota sobre la humildad de limpiar zapatos y aprender de los errores vino del pasado tras el encuentro de fútbol entre los equipos de Puerto Diana y Sol de América.

Tal vez porque esta vez el equipo perdedor, a pesar de la goleada, no fue el humillado, sino el ganador. El ganador no tuvo humildad, por el contrario, pisoteó al rival con goles que, al tiempo que elevaban el marcador, hacían la victoria más vergonzosa.

¿Qué se celebra cuando se humilla al rival vencido? Es una pregunta que muchos deberían hacerse durante un encuentro (no solo de fútbol), y no luego, cuando el marcador es irreversible. Deberíamos aprender a lustrar nuestra humildad al menos una vez cada semana.

Esta lección se aplica en muchos aspectos, como cuando alguien recibe dinero en un negociado y sin merecerlo lo usa exhibiendo su falsa riqueza, o cuando un político sabe que esa ley por la que pelea solo le favorece a sus intereses y no a los demás, o cuando ese juez con sabiduría expone sobre su fallo sabiendo que no ha hecho justicia o a ese zorrito que cada mañana se viste sus pantalones y sale a la calle uniformado dispuesto a pedir una coima en vez de dirigir el tránsito.

Hay tantos ejemplos. Pocas personas, sin embargo, van a misa con zapatos de dos colores y con una orgullosa sonrisa mantienen la frente el alto durante toda la jornada de la vida.

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