• Por Ricardo Rivas
  • Corresponsal en Argentina

Toda muerte es una tragedia. Alan García (69), presidente del Perú desde 1985 hasta 1990 y desde 2006 al 2011, progresista, se suicidó en su residencia cuando la policía tocó a su puerta para detenerlo por un acto de corrupción cometido cuando era jefe de Estado. La brasileña Odebrecht lo atrapó con su mecanismo. En esa red también cayeron sus colegas presidenciales encarcelados Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski, al igual que Alejandro Toledo, prófugo, quien en breve podría ser extraditado desde EEUU, donde –como el fallecido y los ya mencionados– está encartado por coimero. No son casos aislados.

Por Odebrecht también el ex vicepresidente de Ecuador Jorge Glas cumple una condena de seis años de prisión por corrupto. Igual que Lula, ex jefe de Estado en Brasil. Nicolás Maduro, dictador en Venezuela, y los ex presidentes Enrique Peña Nieto (México), Juan Manuel Santos (Colombia) y Ricardo Martinelli (Panamá) son pesquisados. En Argentina, el ex presidente Carlos Menem (1989-1999), senador nacional, es doblemente reo por corrupción. Permanece en libertad por el privilegio que le otorga la inmunidad parlamentaria. El ex vicepresidente Amado Boudou está preso.

La ex jefa de Estado Cristina Fernández (2007-2015), senadora nacional, es acusada en 11 causas judiciales. Pesan sobre ella varias presiones preventivas y dos juicios orales en su contra de inminente inicio. El listado regional de corruptos seriales parece interminable. De izquierdas o de derechas convergen en la vocación delictiva en el ejercicio del poder. Olvidaron que solo son vicarios de sus pueblos.

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Ante cada acusación, los ex mandatarios suelen denunciar “persecución política”. Alan García no fue la excepción. Desde su cuenta en Twitter, a las 12:53 del 15 de abril, se expresó: “Mis compañeros pueden tener confianza. Nunca he pedido dinero ni vendido obras públicas. Los que me acusaron fueron los verdaderos corruptos. Yo creo en la historia. Otros se venden, yo no”. Un día más tarde, a las 9:28, posteó: “Como en ningún documento se me menciona y ningún indicio ni evidencia me alcanza, solo les queda la ESPECULACIÓN o inventar intermediarios. Jamás me vendí y está probado”. No volvió a comunicar nada. El juez José Luis Chávez ordenó su detención.

García resistió armado la orden judicial. Disparó contra sí mismo. Cuando agonizaba, el colega periodista Gonzalo Ruiz Tovar, académico, sostuvo que García “no solo tomó medidas nefastas en sus dos gobiernos, en los que saltó de un populismo barato dizque socialista a un neoliberalismo feroz, sino que fue un corrupto sin frenos, apañado por su mafioso control del aparato judicial”. Sin embargo, señaló –cuando aún los médicos atendían a Alan– que “debe ir a la cárcel y pagar por todo lo que hizo”. Cerca del mediodía murió. Ruiz Tovar recordó que, en 1985, como “veinteañero revolucionario veía con simpatía al –entonces– nuevo supuesto exponente del cambio social” para el Perú.

“Un final trágico. No me alegra su muerte. Lo hubiera preferido ante los tribunales destapando los entretelones de su organización criminal”. Clausuró su amarga opinión. Al muerto lo despidió el arzobispo emérito de Lima, el cardenal Juan Luis Cipriani: “Alan, en este momento, frente a Dios, estará implorando por sus pecados”, expreso el viejo prelado.

Pasaron 35 años desde que aquel nombre Alan lo coreaban multitudes movilizadas en América latina cuando comenzaban a quedar atrás las dictaduras cívico-militares asesinas y el tenebroso Plan Cóndor. En Argentina, las organizaciones populares marchaban con una consigna: “Patria querida, dame un presidente como Alan García”. Quedó atrás. Reivindicar a los pueblos no justifica ni explica robar escudándose en ello. Jacobinos y girondinos. Quizás, Alan se juzgó, aceptó su culpa y ejecutó su condena. Tal vez, buscó en la voz de Pablo Milanés aquellos versos y rezó: “Renacerá mi pueblo de su ruina y pagarán su culpa los traidores”.

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