Por Augusto dos Santos, analista

Izquierdas y derechas, progresistas y conservadores, gordos y flacos cometen el mismo error cuando reivindican la indignación como una obligación colectiva. O cuando se quejan contra una cosa obvia que llaman indignación selectiva.

Esto tuvo su demostración más estúpida en estos días cuando en las redes se cuestionaba la tristeza y desazón por el incendio de la catedral de Notre Dame a cuenta de que al mismo tiempo no nos indignamos con el hambre en alguna región del África.

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Primero y principal, la indignación no es exigible como una obligación colectiva. Si así fuera, daríamos un feroz salto atrás en el sistema civilizatorio basado en las libertades individuales y retrocederíamos en materia de democracia porque nos impondrían un sentimiento que tuviéramos que asumir.

Las actitudes colectivas son muy nobles cuando se orientan a construir el bien y son –de hecho– una conquista del concepto de la fraternidad: el avanzar juntos hacia una meta como colectivo social.

Pero la libertad individual es lo que nos saca de cualquier riesgo de que lo colectivo caiga en algún momento en las garras de una corriente impositiva, autoritaria, fascista. Por lo tanto, no podemos exigir que todos piensen, o aspiren o se pongan tristes o se indignen con lo mismo porque se trata de una decisión individual. Yo no puedo exigirle a mi novia que se emocione con los bellos amaneceres si ella lo que quiere es dormir.

Además, para generar procesos de indignación se requiere conciencia y capacidad de discernir y para lograr conciencia se requiere buena educación e información. A su vez, es importante que sea información y no proselitismo. Allí, discernir suele ser importante.

Suele ser muy frecuente esta exigencia de indignaciones colectivas en el mundo conservacionista, por ejemplo. A veces te despierta en la madrugada del domingo una furibunda campaña “Todos evitemos el exterminio de las hormigas culonas de San Gil” y aun cuando te expliquen qué es lo que les está pasando, vos podés incluso interesarte mucho en tales hormigas, pero ello no hace que tengas que indignarte.

En la política es un asunto casi insufrible que alguna vez se instaló y nos golpea con su sinrazón todos los días porque aquí sí que es estúpido.

Con frecuencia se escucha que un bando acusa al otro de “indignación selectiva” porque se solidariza con una causa suya y no con una reivindicación similar del adversario.

Pero obviamente que en este mundo signado por el partidismo (por eso se llaman partidos) unos se indignan con una causa y otros con otras porque en este caso estamos hablando –en realidad– de motivaciones políticas, muchas de ellas altamente nobles o justas, pero que –inexorablemente– su imposición llevará a la victoria de determinado pensamiento o causa de determinado sector. En este caso, exigir adhesión o indignación es como pretender que la hinchada de Olimpia grite los goles de Cerro. Por ello, el reclamo que un sector u otro incurre en la indignación selectiva es una obviedad torpe con la que solo se pueden convencer... un sector u otro.

Hay otra forma más civilizada de lograr que un colectivo político se adhiera al pensamiento del otro y es la negociación política, el diálogo político, la concertación política, opciones que prácticamente han desaparecido de nuestro anacrónico planeta de los simios.

En resumen, es estúpido exigir a alguien que se conmueve con el incendio de la catedral de Notre Dame que también le oprima el pecho la bestial explotación de coltán en el Congo. Y viceversa.

Lo ideal es que ella, la indignación, un día sea fruto del conocimiento, la educación, el sentido solidario, pero todo –siempre– sazonado con el supremo sabor de la libertad individual.

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