- Por Olga Dios
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“La vida luchaba por recobrar sus derechos, y yo ya me había cansado de luchar contra ella”.
Empecemos por hablar del elefante en el medio del cuarto: el título (o su traducción), no le hacen ningún favor a este librito. Quizás lo hicieron pensando en ese mercado masivo consumidor de autoayuda; pero les aclaro que NO es nada de eso. Es una novelita francesa, romanticona, dulce, pero también divertida y muy bien escrita. No hay cursilerías ni frases inspiracionales que después vas a encontrar posteadas por todas tus redes sociales.
El vendedor que me lo recomendó (ese se merece una columna aparte, para otro día) me dijo “ayyy, esta francesa es un encanto, dale una chance”, el muy irresponsable me dio el libro sin advertirme que tenía una primera parte. Lo cual, estoy segura, tuvo un efecto cuasi directo sobre mi apreciación de ambos. Tuve que leer en formato electrónico el primero “La gente feliz lee y toma café” (muuucho mejor título); y sospecho que fue la falta de pulpa de celulosa y su olor lo que me hizo descartar ese primer tomo como un “mehhhh…, no se lo recomendaría a nadie”. Pero ya tenía el segundo tomo en papel, y le di esa segunda chance a la escritora, esa esquiva segunda chance.
En la primera parte, nuestra heroína, Diane, ha perdido a su hija y a su esposo en un accidente de auto y por alguna regla de tres termina dejando su librería en París (que se llama “La gente feliz lee y toma café”, como el libro), en manos de su diletante mejor amigo Félix. Se va casi un año a vivir a Mulroney, un pueblito en Irlanda, se hace casi parte de una familia local muy cariñosa y afecta a la Guinness negra, y casi empieza un romance con su vecino, Edward, un galán huraño y callado, lo cual hace obvio que la Señorita Martin-Lugand tiene un “crush” literario con el Heathcliff de Jane Eyre. No soy quien para culparla por ello. Esas cosas pasan.
Aquí –en el segundo libro–, Diane decidió volver a París para aprender a vivir de nuevo, sin muletas ni escapes. Y es ese tratamiento de la pérdida, como una realidad en la vida humana, en mayor o menor escala, y como los mortales nos adecuamos a ella, lo que vuelve mucho más interesante y, quizás, profunda, a esta “secuela”. Los rituales que Diane va adoptando y dejando, el shampoo de su hija, el sweater de su marido. Lo que no se puede dejar ir porque hacerlo es aceptar que ya no están.
Aquí reaparece el “Heathcliff” moderno, Edward, y saca de la galera a Declan, un niño huérfano –sí, ya sé, pero no queda tan cursi en la novela, juro– de cinco años que, como solo los chicos pueden, es el que realmente se le mete a Diane en la vida. Con sus necesidades y su propia forma de experimentar la pérdida, le enseña que el mundo no gira alrededor de su ombligo, y la lleva de la mano al otro lado del dolor. Porque es la resiliencia infantil de Declan, con esa fuerza avasalladora del niño por aferrarse a los que le quedan, lo que logra que Diane vuelva a mirar la vida con la inocencia y la esperanza ciega de un niño. Y creer que, sí, capaz que vale la pena.