• Por Ricardo Rivas
  • Corresponsal en Argentina

En estos días se cumplen treinta años desde el momento en que Tim Berners-Lee creó la World Wide Web (www). Cuatro años después, fue declarada de dominio público por el Consejo Europeo de Investigaciones Nucleares. De allí en más, desde ese hito, los desarrollos tecnológicos posibilitaron todo lo que, por estos días, facilita que poco menos del 49% de la población mundial pueda conectarse a la Internet, la que algunos llaman “red de redes”. Casi podría afirmarse, desde algunas corrientes teóricas de las ciencias de la comunicación, que en 1989 nació un nuevo lenguaje. El de las redes.

Como todo lo nuevo, la irrupción tecnológica a la que se alude generó que millones imaginaran más comunicación e interacción humana y, desde ese supuesto, una mayor democratización del conocimiento. Algunos, además, pensaron en que a partir de una mayor conectividad la humanidad global avanzaría en la co-construcción de la paz y la no violencia. Todo parece indicar que no pocos de aquellos sueños continúan, exclusivamente, en el campo de lo onírico.

Una pocas horas atrás Brenton Tarrant (28), el racista que en tiempo real transmitió a través de las plataformas Facebook, Twitter y YouTube cómo asesinó a 50 personas en la que ya se conoce como “La Matanza de Christchurch”, en Nueva Zelanda y dio a conocer también los fundamentos de odio de ese exterminio, generó una tormenta de cuestionamientos a las redes desarrolladas a partir de la creación de Berners-Lee. Nada nuevo. ¿Pero… es razonable culpar a las redes?

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Es posible que los creadores de alguna de esas plataformas, como también los proveedores de accesos a la Internet, no se parezcan en nada a Heidi, aquella pequeña inocente habitante de los Alpes y estén más cerca del despreciable Momo Challenge que exhorta a pequeñas niñas y niños a autolesionarse “con los cuchillos de la cocina de tu mami” con la amenaza de que “esta noche, cuando te duermas, entraré a tu cuarto” pero…

Allá por los ‘70s, en el siglo pasado, organizaciones terroristas de todo origen que con sus bombas asesinaban miles de personas inocentes en estaciones ferroviarias, aviones, trenes o en las calles de cualquier ciudad en el lugar que fuere, también comunicaban sus acciones criminales fundadas en el odio a esa otredad que por no pensar como ellos era necesario eliminarla. En general, dejaban sus comunicados o grabaciones en cintas abiertas en bares, baños públicos o en los mostradores de ingreso a los medios periodísticos de entonces a los que amenazaban para que los publicaran completos. Sin redes, las imágenes que transmitían las cadenas de TV mundial de la guerra en Vietnam o de la invasión de Afganistán, molestaban sobremanera tanto a la Casa Blanca como al Kremlim que, sin éxito, procuraban impedirlo. Por aquellos años –como ahora– también el debate mundial fue cómo evitar que aquellos criminales aterrorizaran con la divulgación de sus ataques. Pero nadie imaginó nunca clausurar los baños públicos o cerrar los bares. Sí hubo, hay y habrá –como siempre– quienes imaginen como solución la censura en la TV, en las radios, en los diarios, por aquellos años o en las redes, por estos. Otra forma de terrorismo para generar el miedo social de hablar. Absurdo.

No son las redes ni los medios, estúpidos. Es el humano que se repite. Las redes son sólo las herramientas que potencian las habilidades naturales de todas y todos. Para el bien o para el despreciable mal. De nada serviría destrozar el megáfono, robar el micrófono, bloquear la Internet o tapar las bocas, los oídos y los ojos de la humanidad. Dejen de intentarlo. Es inútil.

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