En los últimos días, se conoció que el Tribunal Superior de Múnich, en Alemania, sentenció a Facebook por la remoción de contenidos y suspensión de la cuenta de un usuario que, en esa plataforma, violó las políticas de la Unión Europea (UE) sobre discursos promotores del odio. La sanción es relevante porque reconoce la obligación de los actores privados a proteger el derecho individual y humano a la libertad de expresión. Un enorme avance.
Muy poco tiempo antes, en los Estados Unidos, se presentó una queja ante la Comisión Federal de Comercio, también en contra de Facebook por no proteger los datos de salud confidenciales en sus grupos.
La denuncia fue consecuencia de que en julio del 2018, un grupo de mujeres con una mutación genética denominada BRCA supieron que descubrieron que esa información confidencial, sus direcciones de correo electrónico y sus identidades se podían descargar de la plataforma sencillamente.
Contemporáneamente, luego de 18 meses de investigar a Facebook, el comité de Selección Digital, Cultura, Medios y Deportes del Parlamento británico no solo acusó a esa plataforma de obstruir la pesquisa. Y fue más allá con una fuerte declaración.
Damian Collins, presidente de ese comité, fue más allá y, en tono de advertencia, sostuvo: “La democracia está en riesgo debido a la maliciosa e implacable selección de ciudadanos con desinformación y ‘anuncios oscuros’ personalizados de fuentes no identificables, entregados a través de las principales plataformas de medios sociales que utilizamos todos los días”.
Es de conocimiento global que el 11 de abril del 2018, Mark Zuckerberg (33), fundador de Facebook, compareció ante el Congreso de los Estados Unidos, que lo interrogó por cinco horas a propósito del escándalo que provocó una fuga masiva de datos hacia la consultora Cambridge Analytica, lo que pudo haber alterado el resultado electoral norteamericano en el 2016.
En el transcurso de aquella exposición, Zuckerberg reconoció que en Facebook “no hicimos lo suficiente” para proteger la información de los usuarios e insinuó una disculpa: “Fue mi error y lo siento”. Abrumadora información negativa.
El crecimiento exponencial de las redes hace que expresiones tales como “economía digital”, “gobierno digital”, “sociedad digital”, se apliquen con mayor frecuencia y hasta hay quienes enfáticamente aseguran que desde esa novedosa configuración social devendrán –como beneficio– mayor transparencia en la gestión gubernamental; más y mejor calidad de vida en el contexto del Estado democrático de derecho; mayor acceso a la información pública; la posibilidad de planificar y gestionar políticas sociales inclusivas.
Las fortalezas de ecosistema digital y la adopción de ese herramental por parte de los gobiernos con el supuesto de mejorar y simplificar la vida de la gente en procura del bien común y de una gobernanza armoniosa, no se explicita adecuadamente. ¡Ave Tech! ¡Heil Tech! ¡Bendita seas Tech!
Así las cosas, se extiende el uso global de complejos sistemas de cámaras de TV cuyas imágenes convergen en equipadísimos centros de monitoreo con capacidad para desarrollar identificaciones biométricas que aportan a la seguridad ciudadana que, a la vez y mediante desarrollos de inteligencia artificial (IA), suministran grandes datos (Big Data) a los Estados que, con el recurso de algoritmos poco conocidos, dejan a la ciudadanía en clara desventaja respecto de un Gran Hermano (Big Brother) que todo lo mira desde una lógica panóptica en la que el derecho a lo privado vuelve a ser un valor a alcanzar. Nada nuevo, aunque sí.
Esa tendencia –cada día más aplicada– comienza a ser mencionada por algunos académicos como “gobierno científico”, como “gobernanza algorítmica” o como “tecnogobernanza”, entre otras categorizaciones.
George Orwell, Isaac Asimov, Ray Bradbury, entre otros –finalmente– se adelantaron en el tiempo con la creatividad. Especialmente los dos primeros propusieron desde cuando promediaba el siglo XX –dentro del género literario de la ciencia ficción– sociedades muy parecidas a las que por estos días son tan reales como posibles.
Estupendas producciones de Netflix como Black Mirrow o Brexit dan cuenta de siniestras operaciones gubernamentales o de bandoleros digitales que –en clave de ficción– parecen ser parte de la cotidianidad en sociedades de alta complejidad en las que los datos personales son el gran objetivo.
Cada día con mayor intensidad, la coexistencia de la Realidad Real, con la Realidad Virtual permite la emergencia de una Realidad Mixta que constituye y explica una buena parte de un novedoso ecosistema social que es el objeto del deseo del poder.
Hacia esa realidad mixta en la que compulsivamente todo parece comunicarse a través de múltiples plataformas como Facebook, Twitter, Instagram o Wechat o Weibo, en China, convergen masivamente nativos digitales, adoptivos digitales, ágrafos digitales, iletrados digitales, sabios digitales, ignorantes digitales, aunque sin saber con algún grado de exactitud hacia dónde se dirigen porque el impuso inicial es mostrarse, exhibirse, para –sin saberlo– dar trabajo al algoritmo y que sus vidas queden registradas.
Facebook, con el algoritmo EdgeRank, Google con el PageRank y muchos otros como Cinematch, Klout, Ruido Perlin, por mencionar solo algunos, cumplen con el objetivo de regular, gestionar o interactuar entre los usuarios de redes y los dispositivos digitales cuando, por ejemplo, se realizan búsquedas de cualquier tipo que, definitivamente, quedan registradas y perfilan a cada internauta. Los Estados, aunque con algoritmos poco conocidos, hacen lo mismo.
Los expertos en informática –que asumen el algoritmo solo como parte del interior de los sistemas– pretenden desconocer que su rol social es colosal, ya que tiene la capacidad para formatear la relación con los sujetos sociales que interactúan en esos novedosos ecosistemas sociales que ponen en juego lo relacional, lo vincular o, más precisamente, el hacer común (commonfare).
Son muchos los interrogantes. Las voces de advertencia comienzan a elevarse. Más temprano que tarde será necesario abordar el complejo desafío que importa regular o intervenir en esos ecosistemas reticulares. Pero quizá el debate de base será el de definir cuál será el bien social que se apuntará a proteger. Todo un desafío.