La historia se aceleró sorpresivamente. El presidente de la Asamblea Nacional (hoy interino de la República), Juan Guaidó, tomó la iniciativa. No solo juró conforme a la Constitución Bolivariana (la del propio Chávez), sino que tendió la mano a los colaboradores del régimen madurista: les prometió amnistía como modo de ganar la confianza de los colaboradores del régimen. Al mismo tiempo, promovió cabildos abiertos a la ciudadanía, a lo que Maduro, sorprendido y acorralado por el anticipo político, ha respondido como siempre: amenazas contra el presidente interino Guaidó, represión y muerte de ciudadanos, acusando de intervencionismo a la comunidad internacional y al “imperio”.
Esta serie de eventos muestra que la historia cambió. Y no me refiero solamente al caso de Venezuela y América Latina, sino al proceso político del mundo. A pesar de las tensiones internacionales y de los conflictos, cualquier gobierno actual no puede sin más invocar la legitimidad de sus actos apelando al pueblo (rechazado “injerencias”), sino, requiere además, estar sujeto al Estado de derecho y, al reconocimiento internacional. Una democracia entraña no solo tener elecciones (es así como Maduro se ha jactado de tenerlas al igual que nuestro Stroessner, Trujillo y otros tantos), sino la honestidad de las mismas. Un pueblo cautivo vota (si lo hace), pero no elige. Pero veamos esto más en detalle.
Lo constitucional de lo político
Guaidó fue elegido, en primer lugar, conforme al artículo 233 de la constitución que se refiere a la falta del presidente. Pero, ¿es Maduro ese presidente? La respuesta es no. Maduro finalizó, es cierto, su primer mandato este pasado 10 de enero, pero la “reelección” que dice haber tenido, en mayo del 2018, fue declarada ilegítima. No solo fue convocada por una supuesta Asamblea Constituyente paralela (inventada por él mismo) y no por la Asamblea Nacional (legítima), sino que la misma, la elección, fue desconocida por la oposición absentista de la Mesa de la Unidad Democrática y el Frente Amplio y también los resultados fueron desconocidos por la oposición participacionista. De igual modo, la OEA, la CE, los Estados Unidos, el Alto Comisionado de la ONU, los países del Grupo de Lima y sigue una larga lista, tampoco la reconocieron. Solo las dictaduras como China, Rusia, Irán o Cuba le apañaron al régimen.
De ahí que, a “falta absoluta de presidente electo” (Art. 233) Guaidó ha asumido de manera interina como presidente para que, en un plazo de 30 días, convoque a elecciones. ¿Se “autoconvocó” Guaidó? De ninguna manera: su juramento, conforme a la vacancia constitucional, la hizo frente a un cabildo abierto y el parlamento, la Asamblea Nacional, legítimamente elegida por el pueblo. Fue un juramento personal conforme a derecho. Lo violatorio ha sido el juramento de Maduro el pasado 10 de enero, de su pretendida elección del 2018 ante, ilegalmente, el Tribunal Supremo (controlado por él) y no frente a la Asamblea Nacional.
El “intervencionismo” imperial
La presidencia de Guaidó fue reconocida de manera inmediata. La OEA, gran parte de los países de América Latina (con algunas excepciones); Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido y la Comunidad Europea. De nuevo, las dictaduras o gobiernos despóticos, de Irán a Turquía, de Rusia a China, apoyan a Maduro. Los intereses del petróleo subsidiado y los negocios de Putin y Xi Jinping con el régimen son demasiados para dejarlos ir.
¿Ha sido esa una intervención orquestada por el “imperio”? La crisis nace del mismo pueblo venezolano, cansado de las arbitrariedades. Además, la invocación a la “soberanía” de Maduro, adolece de un virus totalitario donde dicha noción, la soberanía, se identifica con el Estado, la comunidad política y la nación, como un poder supremo y trascendente, cobijado en las manos de un partido, el PSV, de hecho único. El Castro-chavismo no se ha enterado que la historia cambió. El Estado es solo un instrumento de la comunidad política (o la nación), la que es, eso sí, autónoma, pero con una autonomía relativa dentro de un marco global de derechos humanos. Hablar de soberanía como carte blanche para continuar abusos a la dignidad humana, admite y exige una intervención del mundo internacional. ¿Supone esto intervención militar? Lejos de eso. Pero sí una postura firme respecto a las violaciones de un orden auténticamente democrático.
La política vaticana: de la perplejidad a la tibieza
Dentro de este reconocimiento del gobierno interino de Guaidó, llama la atención la reacción del Vaticano. No solo sorprendió la presencia de un enviado al juramento de la presidencia ilegítima de Maduro el pasado 10 de enero, sino la justificación de que el hecho obedecía a promover el bien común. No solo esa declaración sorprendía, sino lo que deja perplejo es la ausencia de una posición clara y firme en defensa de los derechos humanos. Las relaciones diplomáticas no impiden la seriedad en el compromiso con los derechos humanas.
Lejos está de aquella postura firme que tuvo el Vaticano de Karol Wojtyla contra la ley marcial del régimen de Jaruzelski y su apoyo a Lech Walesa. No obstante, el papa Francisco en su reciente viaje a Panamá expresó su temor a un derramamiento de sangre. No se podría estar en desacuerdo con ello, pero, al mismo tiempo, agregar que el derramamiento de sangre y de sudor y de lágrimas ya ha estado ocurriendo: jóvenes asesinados, tortura sistemática, desabastecimiento en los hospitales, tres millones de refugiados y exiliados.
Se acerca el desenlace
La sorpresa ha sido que, siguiendo la misma Constitución Bolivariana, se ve la luz al final del túnel. Espero que sea la de la libertad y la tradición republicana. Ese, también, ha sido el deseo invocado por Guaidó en su juramento, el del Art. 350 de la Constitución: “Cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticos o menoscabe los derechos humanos”. La historia, dije al inicio, se aceleró y nos dio una sorpresa.