“Puertas que se abren, puertas transparentes, translúcidas, fuertes, pero no las imágenes planas de las puertas toscanas en un póster. Mis portales son entradas a lo que la vida es en realidad, el inconsciente”.

Pareciera ser imposible leer a Frances Mayes más de diez páginas antes de sentir esas hormigas en todo el cuerpo, ese deseo irrefrenable de viajar a Toscana. Mayes, inmortalizada por Diane Lane en la preciosa versión fílmica de su novela más famosa “Bajo el sol de Toscana”, es una escritora deliciosamente seductora, de las que apelan a todos los sentidos del lector desde su escritura. El aceite de oliva tiene un verde diferente a cualquier otro verde en el universo, el aroma de una castaña asada humea desde sus páginas.

En su última aventura, “Mujeres al sol”, ninguno de estos elementos falta. Sin miedo a exagerar o repetirse –¿cómo podríamos cansarnos de tanta vida?–, nos regala con otro festín de imágenes desde el pueblito de San Rocco, pero viajando un poco más allá de las llanuras toscanas hacia Venecia y el Friuli, al Norte, y Sicilia al Sur.

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El tema de la reinvención personal vuelve en la historia de cuatro mujeres. Una de ellas es la narradora, Kit, una poetisa americana ya asentada en Italia hace más de una década, que observa a sus tres nuevas vecinas con curiosidad mientras trata de escribir un libro sobre su enigmática amiga Margaret, una legendaria periodista y escritora, fallecida hace pocos años. Quizás el recuerdo de Margaret es el quinto personaje femenino de esta novela.

Las vecinas son las nuevas habitantes de Villa Assunta: Susan, Julia y Camille. Tres mujeres del sur de Estados Unidos que se conocen por casualidad en una visita guiada a un hogar para ancianos de Carolina del Norte. Sus hijos y su entorno intentaron convencerlas de que, encontrándose solas a su edad, es mejor “simplificar” la vida. Buscar la seguridad y tranquilidad de un entorno controlado y monitoreado. Pero ellas no se sienten “viejas” ni tienen ganas de simplificar. Luego de una noche de charla y copas, confiesan que más bien les atrae la idea de complicarse un poco la vida. Susan, agente inmobiliaria, les propone la idea de alquilar con opción de compra una casa antigua en Toscana. Y así es como nuestras protagonistas terminan en Villa Assunta.

Julia redescubre su pasión por la cocina y se sacude la piel de editora para animarse a su primer proyecto como autora: “Aprendiendo italiano”; un recorrido por su introducción al idioma a través de la cocina. Cada comida se convierte en un viaje de investigación y uno se pregunta con ella por qué hasta los nombres de los pescados son tan perfectos en italiano. Una trufa, una alcachofa. Todo es materia de inspiración. Susan se vuelca al abandonado patio trasero a encontrar estatuas en anticuarios, un astrolabio y un dios mercurio, y creando en el abandonado jardín de Villa Assunta un paraíso terrenal, donde los bulbos y los girasoles conviven y estallan al unísono. Camille se anima a tomar de vuelta los pinceles, aprende a fabricar y trabajar con papel y tejidos, y tímidamente va tomando espacio en el limonero del jardín para su primer taller a los 70 años. El experimento que surge asombra a la crítica y a ella misma.

Algunas inician relaciones, otras coquetean, pero todas se enamoran: de Toscana, de quienes son allí, de las vidas que todavía les quedan por complicarse y mucho, haciendo, creciendo, creando. Amando. Se dan permiso para vivir más allá de lo que la gente espera de “una señora de edad”. Y nos recuerdan a todos, mujeres, hombres, de la edad que sean, que vivir no es más que eso, zambullirse cada día que nos queda aliento en esa gigantesca pileta que es la vida.

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