- Por Carlos Mariano Nin
La calle es un infierno. Escucho en la radio que el termómetro frente a una estación de servicios marca 52 grados, puede ser, el calor es insoportable.
Desde meteorología advierten de una ola de calor que castiga con las temperaturas más altas en 50 años.
Una mujer con un bebé en brazos se acerca a pedir monedas a un auto. Detrás de otro vehículo, un limpiavidrios tira un chorro de agua sobre el vidrio y comienza una discusión.
El chico mira con odio al conductor que accionó su limpiaparabrisas en señal de protesta. Tiene unos 20 años y mucha rabia contenida. El conductor chorrea sudor y sigue con los insultos mientras el limpiavidrios, impasible, busca otra víctima y la mujer, con el niño en brazos, intenta llegar primero.
Desde un colectivo destartalado la gente se amontona para mirar por la ventana.
Por un momento, la pelea los sacó de su rutina cotidiana. Es el tema de conversación. Luego un cambio de luces y todo vuelve a repetirse. Una y otra vez en otro y otro semáforo.
En las calles se desarrolla una pequeña lucha de clases propiciada por la falta de estrategias públicas que generen menos desigualdad y más compromiso, y políticos descarados que hacen de la opulencia un estilo de vida. Los casos los conocemos todos, pero podemos tomar el último como muestra.
Investigadores de La Nación revelaron que la diputada liberal Celeste Amarilla había tomado parte de una calle en la veraniega San Bernardino para construir una pileta y un muelle en el acceso a una playa pública. Ni siquiera se inmutó cuando culpó al “estúpido constructor” en un intento de justificar lo injustificable. El poder y la prepotencia nos acostumbraron a esto. Aunque la diferencia sea de 15 centímetros.
En medio del escándalo, Transparencia Internacional publicaba su Índice de Percepción de la Corrupción, en el que clasifica un total de 180 países de acuerdo a su nivel de descomposición percibido en el sector público.
Nuevamente nos posicionamos como uno de los países más corruptos del mundo. En América del Sur solo nos supera Venezuela. Sí, Venezuela. Pero estamos a la par de Bolivia… y bueno, algo es algo.
Las calles, la corrupción, las noticias nos van poniendo en el contexto de un país atrapado en un Gobierno más preocupado por sus amigos que por la gente para la cual gobierna. Y así no avanzamos. Retrocedemos y nos estancamos. Pero siempre habrá un Cartes a quien culpar. Y nosotros seguiremos pasándoles a nuestros hijos la condena de un juicio en el que ni siquiera fuimos juzgados.
Si a un chico se le frustra el acceso a la educación, apuntará su supervivencia a la calle, y si el Estado no vela por sus derechos, entonces ese chico renegará de las leyes y la convivencia solamente para sobrevivir.
Solo 60 de cada 100 alumnos alcanzan la secundaria, dejando expuestos a los menos favorecidos.
Pero solo es parte del problema. La corrupción será otro embrollo que los jóvenes deberán sortear para llegar a un trabajo y no a los semáforos…
Pero esa es otra historia.