- Por Ricardo Rivas
- Corresponsal en Argentina
El 27 de enero de 1945 –74 años atrás– el soldado Yakov Vincenko (19), del Ejército Rojo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), abrió los portones de ingreso al campo de concentración y exterminio nazi de Auschwihz-Birkenau, en Polonia que inmediatamente ocupó junto con sus camaradas de la División de Infantería 322. El enclave mortal había sido abandonado apresuradamente por las tropas del III Reich que huyeron aterrorizadas. Solo quedaban los prisioneros dolientes o los cadáveres de quienes alcanzaron la liberación con el último suspiro. El final de la Guerra Mundial II ya era inevitable para Adolf Hitler.
El portal de ingreso a esa fábrica de muerte, que comenzó a operar en 1940, tanto entonces como ahora está coronado por una frase que aún puede leerse: “Arbeit macht frei” (El trabajo te hace libre). Las sucursales de aquel infierno se extendían en una vasta superficie geográfica. Solo en territorio polaco, se instalaron cinco más. Pero también los había en Alemania, Bielorrusia, Austria, Francia...
La muerte, que se estacionó en la Europa de aquellos años en el siglo pasado, operaba en red para alcanzar la máxima eficiencia en procura de los objetivos de aquel programa terrorista que dieron en llamar como “La Solución Final” que, entre otros planificó y gestionó el criminal Adolf Eichmann, condenado a morir en la horca en Ramla, Israel, el 1 de junio de 1962.
Horas después que Vincenko abriera las puertas de Auschwihz-Birkenau, arribó al lugar el comandante supremo de las Fuerzas Aliadas, general Dwight Eisenhower. Con el horror grabado para siempre en sus retinas convocó a los corresponsales de guerra para que con fotografías y películas registraran lo que los ejércitos vencedores encontraron allí.
“Dejen todo registrado, consigan las películas, encuentren a los testigos, porque en algún lugar a lo largo de la historia algún hijo de puta se levantara y dirá que esto nunca ocurrió”, aseguran sus biógrafos que impetró Ike, el apodo de aquel ganador de la guerra que ocho años después y hasta 1961 sería el 34° presidente de los Estados Unidos.
Eisenhower, aquel día propuso un ejercicio de memoria valorable y el tiempo quiso otorgarle la razón sobre lo que imaginó y verbalizó estremecido en las puertas de aquel indigno eslabón del vergonzante del Siglo de las Guerras que solo en aquella conflagración dejó poco más de 60 millones de muertos.
El estadista en ciernes –con proyección estratégica– propuso evitar la repetición de aquel horror que exterminó mayoritariamente a judíos, pero también a romaníes (gitanos), discapacitados, homosexuales, cristianos, comunistas y todo aquel que se opusiera al nacionalsocialismo, con memoria.
Quizás Eisenhower lo ignorara –o no– pero en el año 70 después de Cristo –el 68 de la Era Común– después que el romano Tito, hijo del emperador Vespaciano, conquistara Jerusalén, destruyera y saqueara el Templo (hoy los restos arqueológicos de aquel se conocen como el Muro de los Lamentos), en el mismo momento histórico en que comenzara la diáspora, el Rabino Yojanan Benzaccai, solicitó autorización a las autoridades romanas para levantar allí una escuela. Autorizado, la construyó en Yabneh y, en ella, trabajó intensamente el mandamiento que exige no olvidar.
Alguna vez, Héctor Schmucler –comunicólogo argentino y militante de la comunicación– comentó y escribió que “lo que se hacía (en la escuela de Benzaccai) era recordar las enseñanzas sagradas, la historia del judaísmo”, aunque aclara que “la preocupación no era la mera historia, (sino que) era la ley, lo que en hebreo se llama alajah (…) que no es una serie de normas externas, (o) la ley en un sentido de imposición” porque alajah “(…) viene de otra palabra hebrea, alaj, que quiere decir camino en el mismo sentido de la ‘vía’ para otras religiones, (o) el ‘tao’”.
La explicación de Schmucler permite comprender que –distanciados por casi 3.000 años de historias personales y públicas bien diferentes– el Rabino jerusalemino y Eisenhower, el primero después de la derrota y el segundo luego de la victoria, apuntaron en el mismo sentido: educar para la paz a partir de la memoria.
La semiología permite sostener que educar (e ducare) es mucho más que impartir conocimientos por cuanto importa guiar, conducir… llevar hacia afuera lo que somos y, es en ese concepto poderoso con el que esos dos actores públicos históricamente relevantes marcaron un camino posible para historizar éticamente en procura del bien común.
La historia, sin sentido ético, es una simple acumulación acrítica de datos. Por el contrario, cuando se la construye desde la ética, despeja el camino –el alaj, la vía o el tao– para guiar… conducir… educar.
La memoria –en este contexto– se constituye y construye tanto con lo que se recuerda como con lo que se decide olvidar. Tanto en lo individual como en lo social. Pero… ¿quién se atreve a asumir la responsabilidad de decir qué se debe o puede olvidar o qué se debe o puede memorizar en procura de un sentido común?
De allí la relevancia de la memoria y los ejercicios que se proponen en ese sentido. Más aún en el ya prolongado tiempo en que la licuefacción de las certezas –sobre las que Zygmunt Bauman advierte desde comienzos de los ’90– parece oscurecerlo todo.
En ese contexto, consignas tan sencillas como valiosas, como #recordemos #we remember o #nunca más alcanzan un valor inestimable. Oscar Wilde sostenía que “lo único que se necesita para que el mal triunfe es que los hombres buenos no hagan nada”.