“Es posible que la primera mujer haya sido Eva. Pero la primera muchacha siempre será Alma”. Esta novela dentro de otra novela, tiene tres protagonistas. El primero es Leo Gursky, un anciano cerrajero que vive en Manhattan. Durante su juventud en Polonia escribió una novela en yiddish: “La historia del amor”, inspirado por una chica de su pueblo llamada Alma, que pasa a ser el nombre de todas las mujeres en el libro. Durante la Segunda Guerra Mundial, perdió a la chica y también al manuscrito. Años después, la pérdida de su hijo termina de devastarlo. Su mayor miedo es morirse un día en que nadie lo haya visto.

En Brooklyn tenemos a Alma Singer, una chica de catorce años preocupada por su madre viuda y su raro hermanito Bird, que se cree un “vovnick”, o una de las 36 almas justas que nacen cada generación según la tradición judía ortodoxa. Alma solo quiere encontrar un esposo para su madre, alguien que la acompañe “cuando ella se vaya a vivir su vida”. Finalmente, tenemos a Zvi Litvinoff, el gancho entre los dos. Zvi publicó “La historia del amor”, traduciéndola del yiddish al español, bajo su propio nombre, en Chile, durante la década del 50 o 60. Viajando por Sudamérica, el padre de Alma se topó con él en una pequeña librería, y se enamora. Cuando conoce a quien será su mujer, Charlotte, traductora literaria, se lo regala.

Años después llega una carta para Charlotte de un misterioso hombre llamado Jacob, quien le pide que traduzca al inglés el libro, a lo cual accede. Alma inicia una correspondencia con Jacob, haciéndose pasar por su madre, porque considera que es un “buen partido” para ella. Al mismo tiempo, va leyendo el libro a medida que su madre lo traduce, y se interesa sobre la Alma original, investigando sobre ella y sobre Jacob en los archivos neoyorquinos. Bird y su afán de realizar su destino de alma justa ayudarán a cerrar este círculo, uniendo por fin los hilos de las historias de Alma y Leo. Dos historias del amor, cada una por derecho propio.

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Quizás, como la propia novela intenta explicarnos, todos tenemos a veces la vestigial creencia de estar hechos de cristal y miedo a rompernos. Y es ese miedo a la fragilidad el que provoca la empatía hacía la fragilidad ajena, y nos permite el tan ansiado encuentro. Eso, o algo similar pero mucho más hermoso, es lo que me quedó de esta belleza de novela, mezcla a mitad de camino entre la tradición y el realismo mágico. “Había una vez un chico que amaba a una chica, y su risa era una pregunta que quería pasarse el resto de la vida contestando”.

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