- Por Mario Ramos-Reyes
- Filósofo político
Yo soy uno de los que cree en la libertad. Pero la idea de la libertad no es cualquier cosa que yo quiero que sea, sino más bien lo que uno elige guiado por el deber que indica mi naturaleza, la de ser una persona. Y esa conducta, en una democracia republicana, requiere que se deba elegir y proteger la libertad de pensamiento, de asociarse libremente, de creer lo que uno considera verdadero –libertad religiosa– de poseer y ejercer dominio sobre lo que a uno le pertenece
–derecho a la propiedad– así como de exigir, para ser auténticamente libre, que se me respete mi yo –y esto es recíproco– lo que se llama intimidad.
Ahí, en ese mundo interior, existe un reservorio de valores que nos hace verdaderamente libres. Ahí, de nuevo insisto, en esa intimidad habita una libertad interior que exige ser protegida para ser ejercida libremente, independiente de factores externos, de las realidades históricas que nos rodean, independiente de la religión que uno profesa o los grupos étnicos o sexuales a los que uno pertenezca. Eso es lo mínimo que una persona puede exigir, quiere para sí o desea para ser libre. Esa es la libertad, nacida como exigencia de nuestra persona, que no debe ser interferida por el Estado. Ni por aquellos que, en nombre de la misma libertad, quieren usar al Estado para imponer su ideología al resto.
La historia no nos hace ser lo que somos
Se afirma con frecuencia que el ser humano es lo que es su historia. Y esta historia, se insiste, refiere a los acontecimientos que marcan su vida y la determinan. Como resultado la identidad humana va cambiando a medida que cambian los acontecimientos históricos. De ahí se colige, erróneamente, que todo es relativo, los principios, costumbres, hábitos, valores, pues, como seres humanos, no nos podemos “zafar” de nuestra vida fechada, del aquí y ahora, de nuestra vida histórica que está determinada. Esto es lo que, concretamente, se denomina historicismo: lo que somos, incluso lo que pensamos, está sujeto al vaivén cambiante de las circunstancias. Ya nada es permanente, todo es fluido.
La historia se convierte así en lo único “permanente” aunque ella misma, paradójicamente, no lo sea. Ese error se muestra de manera evidente en el lenguaje y las creencias sobre lo que, especialmente, da cuerpo a esa noción de la libertad totalitaria que me refiero, la que afirma que se es libre si uno hace lo que quiere, no lo que debe. Libertad de definirse lo que uno quiere ser, sea esto cambiar de sexo, edad o especie. Parecería que el ejercicio de la misma no puede detenerse: está embebida de tal manera con los acontecimientos que, pretender hacerlo, sería detener la misma historia.
La libertad como yo la construyo
El dogma del prohibido prohibir, implícito y explícito, en el discurso político y social se traduce en aquello de que no se puede admitir límites a la libertad. Ni siquiera se detendría ante el dique de la intimidad. El hacerlo equivaldría a patriarcado, y peor, a fascismo o ser de ultraderecha. Esto se nota en que la mera objeción a la expansión de los derechos, en donde el simple deseo de un querer, sea cambiar de sexo o equiparar méritos en los individuos, se mira con sospecha, o, incluso se combate con violencia, verbal o física. Los actos vandálicos protagonizados por lobbies en Argentina o Chile, España o los Estados Unidos, muestran esta realidad.
No es sorpresa entonces que, como resultado, lo eterno deje de ser tal y solo se afirme lo temporal, lo cambiante, lo efímero. Y se exalte así, el Progreso, con mayúscula, para indicar que siempre nos movemos a formas mejores de humanidad. Esto es, como se afirmaba en los inicios de la modernidad, la “fe” en el Progreso: la ciencia y la tecnología, en su vertiginosa marcha hacia adelante, unidas al individualismo más feroz de hacer de uno no solo el centro, sino de obligar a los demás a creer lo mismo.
La realidad y la libertad
Obligar a los demás. Ese es el punto de la libertad totalitaria. Se exige, en nombre del “progreso”, que todos no solo toleren o respeten formas de vida con las que uno no comulgue, sino que fuerzan a que, no solo se celebren, sino que se impongan a los hijos obligatoriamente las mismas. Y así cualquier opinión diferente se recibe con escarnio cuando no es completamente silenciada. A la postre, esa democracia “liberal” es todo menos tal: es la imposición, vía legal –camuflada– de un contenido políticamente correcto, totalitario, que erosiona las auténticas libertades: la de expresión, la de enseñanza, la libertad religiosa.
Esta no es una democracia republicana. No es republicana, pues quiere imponer a todos la misma “línea”. En una república, si una persona quiere emitir un juicio sobre lo que está bien o mal, o si un ciudadano quiere vivir un estilo de vida, sea este el que fuere, o cambiar de sexo o edad, tiene protegida su libertad individual. Es su intimidad después de todo. Pero lo que ocurre en este modelo de democracia con libertad totalitaria es que aquellos que defienden la realidad de una postura distinta, la de la familia tradicional, la patria potestad, el valor intrínseco de la vida intrauterina, se los acusa, persigue y pretenden castigar legalmente (y “moralmente”) como discriminatorios, reaccionarios, trogloditas e, irónicamente, violadores de la libertad y los derechos humanos.
Una democracia republicana, auténtica, no es eso. El Estado no es “neutro” respecto al respeto a la intimidad y sus libertades. Es laico, pero no totalitario, y ello implica no estar embebido en una ideología liberticida, que hace que el mero querer de algunos se imponga, coercitivamente, a todos. Eso sí, precisamente, es un fascismo liberal, el Frankestein de la democracia liberal políticamente correcta actual.