• Por Guillermo Ramírez
  • Gerente de GEN

Me gusta pagar impuestos, con ellos compro la civilización”. Oliver Wendell Holmes Jr., jurista norteamericano.

La cuestión de los impuestos siempre está presente en el tapete de la discusión política nacional. Es más, ocupan un lugar preponderante dentro de las agendas políticas, ya que son los impuestos el combustible con el cual se mueve la maquinaria del Estado. Salarios públicos, inversiones en obras, programas de beneficios para sectores desfavorecidos, todo esto se paga con la contribución forzosa (me permito el oxímoron) de los ciudadanos a las arcas estatales.

Los impuestos son unas de las ideas más antiguas de la humanidad en su proceso de orden para la convivencia masiva. Sus primeras formas conocidas en la actualidad se encuentran en Egipto, 3.000 años antes de Cristo. Su aplicación es tan extensa que su inevitabilidad es comparada solamente con la de la muerte, creando la famosa frase “la muerte y los impuestos” como referencia a las únicas cosas seguras en la vida de una persona.

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La historia reciente de los impuestos en nuestro país se podría separar claramente en dos líneas narrativas. Una que cuenta que más del 70% de lo que se recauda en materia de impuestos se utiliza para pagar salarios públicos y que lo que resta se usa mal, y otra que nos cuenta que sectores de gran poder económico no pagan lo que deberían pagar. Ambas narrativas conviven con sus propios universos de certezas y ficciones y no se anulan entre sí.

Es esta última línea narrativa la que cobró de nuevo fuerza esta semana, ya que se volvió a poner a la luz del sol la necesidad de recaudar más impuestos, en este caso, apuntando a sectores que extraen riqueza de la tierra como los que deberían abrir un poco más la billetera. La respuesta desde distintos sectores fue la de la necesidad de priorizar una mejor calidad de gasto antes que una mayor recaudación. Otros dicen que se puede recaudar más y mejorar calidad de gasto al mismo tiempo, que no es necesario elegir. Probablemente todas las miradas tengan algo de veracidad y algo de propaganda, yo quiero explorar la idea de que una mayor recaudación impositiva sin una mejorar en la calidad de gasto y en los procesos que generan estos escenarios de calidad puede generar una degradación aún mayor de la calidad de gasto debido a una regla ineludible de todas las dinámicas económicas: los incentivos.

Partamos de las siguientes premisas: tenemos elevados niveles de corrupción estatal y contamos con un sistema judicial que genera impunidad. Si estamos de acuerdo con estas dos propuestas podemos suponer que más dinero en las arcas estatales es un botín más atractivo para los que hoy están manteniendo activo al sistema de corrupción. Aumentar la cantidad de dinero que “los muchachos” se puedan repartir sin ser castigados es un incentivo para que perfeccionen sus técnicas de corrupción, lo que puede generar un escenario aún más difícil de disolver, involucrando a más piezas móviles.

Si por encima de esta capa colocamos a los sindicatos que cada vez que huelen aumentos en la recaudación se coordinan como relojes suizos para realizar huelgas en las que exigen aumentos de salario nos quedan muy pocos incentivos para seguir pagando más impuestos.Estoy totalmente de acuerdo con la necesidad de recaudar más y estoy convencido de que los sectores más pudientes se van a beneficiar de una mayor presión tributaria. Pero para que esto no sea una más de las ficciones que nos vendemos entre todos tenemos que empezar por atacar el mal endémico que nos condena al retraso, nuestra folclórica corrupción.

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