Juan Pablo se va a Barcelona a hacer un Doctorado en Literatura, con su novia Valentina. Pero antes de partir, se le acerca un primo, uno de esos que ya de adolescente vislumbraba actitudes de estafador de barrio, y lo enreda en una nefasta red de mafiosos de Guadalajara que lo mantienen como contacto en España utilizando su perfecta fachada de becario y literato; en una especie de novela negra de humor también negro, una de esas que a él le gustaría escribir.

Juan Pablo se llaman el autor y el protagonista de esta novela. Como para empezar ya creando caos. Un caos de entrecasa, un caos de medio pelo. Como quien no se toma nunca demasiado en serio. Ni en el medio de una tragedia. Así es el mundo que nos dibuja Villalobos, un mundo donde los personajes te advierten a cada paso: “No voy a pedirle a nadie que me crea”, presuponiendo ya que su historia es un delirio, un mundo donde todo es tragicómico, desopilante.

Así desfilan ante nuestros ojos los personajes más increíbles: mafiosos peligrosísimos con nombres ridículos como “Chucky”; Valentina, la novia mexicana que lee todo el tiempo “Los detectives salvajes” y pierde el norte; Laia, la catalana cheta, cuyo padre es un político corrupto; un okupa italiano, y la segunda Laia, una policía, una perra que se llama Viridiana; una niña que recita versos de Alejandra Pizarnik y hasta la propia madre del protagonista, el único elemento cliché y telenovelesco que permite el autor, y que, como corresponde, escribe cartas en tercera persona. Llama a tu madre ahora mismo.

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Eso sí, la cereza del postre, son las cartas póstumas del primo. No puedo creer que estoy muerto, pinche primo. No puedo creerlo, neta. ¿Cómo fue? ¿Me atropellaron? Estos hijos de la chingada siempre hacen como que atropellan a la gente. ¿Sí me atropellaron? No mames, no puedo creer que estoy muerto.

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