El poder de convencimiento de las mujeres es indiscutible, me consta. La primera vez que tomé conciencia de esto fue cuando en época escolar mi madre me envió a estudiar porque al día siguiente tendría un examen. Por entonces –para los que no lo saben– mi generación estudiaba de libros llamados “manuales”, que eran verdaderos volúmenes, gruesos y pesados; entonces tomé mi manual... y fui a jugar fútbol.

Pasadas las horas, ya caída la tarde, quedé en “off side” porque mi progenitora me llamó para tomarme la lección. Comprendí que estaba en aprietos. Me pidió el manual y comenzó a hacerme preguntas. Claro, yo no sabía las respuestas. Un sexto sentido me advirtió del peligro, así que sin aviso salí corriendo para tratar de “salvar la vida”. Pero la mujer es mujer y el manual voló por los aires y dio de pleno contra mi cabeza a unos 5 metros de distancia. Su dulce mensaje fue: “La próxima vez va a ser mi zueco (zapato pesado de madera)”.

No hacía falta decir más, mis dotes de futbolista tuvieron que quedar reprimidos y tuve que leer el dichoso manual hasta altas horas para aprender esa lección porque la otra, la del “amor maternal”, no hacía falta que me la repitieran.

Esta anécdota de tamaña determinación materna volvió a mi memoria esta semana luego de leer el caso de una madre que cuidó de su hijo que estuvo en coma durante 12 años. Es el caso de Wei Mingying, de 75 años, quien vive en la provincia de Shandong, China continental, al este de Corea del Sur, quien se hizo cargo de Wang Shubao (36), luego de que este quedara tetrapléjico e inconsciente en un accidente de automóvil.

Contra el sistema, contra las recomendaciones médicas y hasta contra el mismísimo destino, con todas las posibilidades en contra ella cuidó de día y de noche de su hijo. Su jornada comenzaba a las 5:00 cuando lavaba la cara de Wang, luego lo bañaba y lo alimentaba. A continuación le hacía masajes para evitar las temidas escaras.

Su vía crucis de más de una década fue muy duro. En el camino estuvo sola pues el padre de Wang había muerto hacía años. Pero aún así se mantuvo al lado de la cama de su vástago, sin importarle que tuviera que perder todos sus ahorros y hasta endeudarse con una cuenta de más de US$ 17.000. También perdió peso, ya que ni siquiera tenía para comer. Actualmente tiene 30 kilos.

Todo su esfuerzo tuvo finalmente recompensa cuando días atrás se dio cuenta de que Wang sonreía. Pese a estar dormido, él la escuchaba. Hasta que abrió los ojos y vio a la mujer que le dio la vida, con lágrimas en los ojos. Había recobrado la conciencia gracias a la tenacidad que solo una mujer es capaz de entregar. Wang había regresado y ella estaba feliz. No lo había abandonado.

No es el primer caso en el que la voluntad de una mujer tuerce lo dispuesto por el hado, pese a tener al mundo en contra. Ya en la antigua Grecia, allá por el año 400 aC, Aristófanes estrenaba una obra en la que Lisístrata, una simple ciudadana (pero ojo, era mujer), cansada de la guerra entre laconios y atenienses, decidió que los hombres debían dejar de pelear y lo logró gracias a una huelga sexual que impusieron todas las mujeres a maridos y amantes. Aunque pareciera una locura, al final los hombres debieron ceder en favor de la paz para recuperar “sus derechos”. La pieza teatral acaba con una gran fiesta de reconciliación.

Pese a que este pasaje de la historia –que expone sobre la vida real de los atenienses de esa época– es solo producto de la pluma de Aristófanes, hay que notar que representa la primera semilla, el inicio del poder que con el devenir consiguieron las mujeres de manera colectiva.

Uno que sintió recientemente en carne propia la determinación de las mujeres fue el todopoderoso Donald Trump, quien el martes recibió un doloroso mensaje tras las elecciones legislativas realizadas en su país. Aunque en Twitter escribió que estaba contento por el “tremendo éxito” de los resultados, en el fondo reconoció que estaba más debilitado que antes. No está nada contento con que los demócratas hayan recuperado la Cámara de Representantes luego de 8 años de hegemonía republicana.

Y es que con las mujeres no se juega. Cansadas de la actitud machista y bravucona del presidente norteamericano, las que antes llevaban las polleras se pusieron los pantalones y no solo fueron a votar, sino que se inscribieron como candidatas a los escaños. No lloriquearon ni pidieron permiso a los hombres por un porcentaje de poder por ser mujeres, sino que tomaron el poder que les corresponde. Por primera vez más de 100 mujeres ocupan una curul en el parlamento de EEUU, entre ellas indígenas, musulmanas, incluso la más joven de la historia, con apenas 29 años. El voto de esas mujeres fue decisivo para enfrentar el poder con poder.

Me pregunto qué pasaría si todas las mujeres en Paraguay decidieran cambiar las cosas.

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