Consuelo es de Baeza, León. Rogelio también. Consuelo huye de una madrastra de cuento, aunque Consuelo nunca ha leído un cuento. Rogelio huye de los vencedores en una guerra que sigue perdiendo cada día, al levantarse y sentir que nunca será libre. Junto a su pequeña hija se suben a un bus, a un tren, y finalmente a una cubierta de tercera clase en el “Cabo de Hornos”, que, luego de veinte interminables días, los lleva a Buenos Aires. De allí a una Isla en El Tigre, donde consiguen un trabajo de caseros, y eventualmente logran comprar su propia casa, su propia isla, su propio lugar seguro en el mundo. Donde pueden dejar de huir de sus fantasmas.
Llega otro hijo, llegan los nietos. Sofía cuenta las horas que faltan para que llegue el viernes, para poder ir a pasar el fin de semana con sus abuelos en la isla. La Isla. Con mayúsculas, como el lugar mítico que describen a sus compañeros de escuela, que no están del todo convencidos de si existe más allá de la imaginación de los hermanos. Consuelo sigue siendo jardinera, Rogelio se vuelca con pasión a la apicultura. A producir toda la miel y la dulzura que la vida le había negado en sus primeros veinte años. Juntos recrean una historia que podría ser la de miles de familias y descendientes de inmigrantes. Muchos tenemos la suerte de compartir historias similares, abuelos y abuelas como ellos, de los cuales nos quedó en el corazón un pedacito de alegría y amor absolutos, al cual recurrir cuando la vida nos sacude. “Ser feliz es tener un recuerdo inolvidable”, nos recuerda Stefanoni.
Pero no es una historia más, porque Sofía se pone a estudiar a su abuela, ya de noventa años, y a contar su historia. La historia de Consuelo, de sus hijos, de sus nietos, de cómo un grupo humano se distingue un poco de los demás para crear esa maraña invisible de afectos, memoria, risas y llanto que se llama familia. Y recuerda, y reconoce, que todos estamos aquí porque ellos tuvieron la fuerza para traernos a este lado de la vida: “Claro. La abuela nos sobrevivió a todos. La abuela es la vida y es la guerra. Me quedo mirando, de espaldas, al río. Con el río en la nuca. Una lámpara de querosén quedó encendida. Apenas. Pero apenas, en el medio de una isla, es mucho. Una luz, aunque baja, es luz. Brilla la ventana. Y mi abuela, adentro. Dándole vida a la casa de nuevo”.