En estos días en que en el Parlamento se ha desatado la añoranza del “señorío parlamentario” me vino a la cabeza el nombre de un libro, “Arzobispado”, que no pretendía rememorar el acontecimiento a que hacía alusión, la creación del Arzobispado en Paraguay, sino el debate que se produjo en el Congreso paraguayo sobre el tema de la creación o no del Arzobispado, en aquel tiempo en que los parlamentarios debatían desde sus posiciones políticas, ideológicas y éticas, y no sobre conveniencias coyunturales o por un puñado de votos… o, ¿por qué no decirlo”, por un puñado de dólares. La impecable edición de Schauman, como era habitual en un librero de ley, quería rescatar y así se anunció, el nivel del debate político en aquel entonces. Coincidimos lectores y críticos en que fue un ejemplo excepcional, aunque, como todos los buenos ejemplos, aquí y hoy tratamos de enterrarlos lo antes posible. Y el libro está ya en el olvido.
Se comentó con sorpresa y se exaltó el nivel extraordinario, señorial de los discursos y del debate en general, y muy especialmente, el nivel del respeto a la investidura de quienes debatían; era realmente “señorial”, en el sentido de señor o de señora o, si queremos en el vernáculo de karai o kuña karai.
Viniendo un poco más acá en la historia, trabajando de memorioso, como obliga el oficio de fondo, no solo el coyunturalismo, a los periodistas, vengo más cerca en la historia, para recuperar un parlamento señorial, el que inauguró nuestra democracia tras el derrumbe del dictador, al que algunos nostálgicos, no precisamente del señorío parlamentario, pretenden resucitar. Se conformó un Parlamento que hoy parece más que remoto, ignoto pondré un ejemplo representativo de la etapa inaugural, cuando Roa Bastos entregó el Premio Cervantes al Cabildo recordando que ahí estaba el nacimiento de la nación. Los discursos están al alcance de los interesados; el del escritor, sin rencores ni reproches por el exilio, el del presidente del Congreso, Waldino Ramón Lovera, también olvidado del exilio pasado y pensando en el presente auspicioso, y el del presidente de Diputados, José A. Moreno Ruffinelli. Hubo muchos más… en esos tiempos.
Haré alusión a otros, cuando se hizo el balance de las leyes que nos habían puesto en la senda de los países democráticos, que hoy se pueden repasar; un trabajo señorial y memorable, de todo el Parlamento para llevar el país hacia adelante.
Después, “yo no sé cómo”, diría el poeta, se fue diluyendo ese nivel señorial y fue avanzando el vulgo, no hablo de categorías sociales, sino de méritos para ocupar un escaño parlamentario.
Hoy en día ya hemos visto a analfabetos, cuyo “mérito” ha sido reconocido públicamente poner plata para la campaña partidaria; y su desmérito también: obtener beneficios y cargos para sí y la parentela.
No me asusta que haya representantes “analfabetos”; la historia de este país y de la humanidad registra a muchos dignos y enormes ciudadanos que no tuvieron acceso a la educación. Usemos el término avivados, conscientes de su falta de méritos, ya que los arandu ka’aty merecen su reconocimiento; se trata de gente que ni se preparó ni está dispuesta a trabajar en el ejercicio de los cargos para los que se los ha nombrado, sino que los han comprado para sacarles provecho personal, tránsfugas que vienen a recuperar, con creces, si es posible, la inversión. A ese grado hemos llegado, largas ristras partidarias esperando ocupar un cargo de parlamentario y resarcirse, o captar a los votantes con exabruptos y actos de violencia, como el caso que ha copado los medios en la pasada semana, del senador Cubas, cuya especialidad es insultar, agredir, vociferar y matonear, con el único argumento de la trompada o el “cintareo”, del insulto y la agresión. Lo mínimo que se exige de un parlamentario, aunque no le dé el cuero para ser “señorial o karai”, es que respete a los ciudadanos a los que representa y trate de que se haga el trabajo para el que se le paga; y eso, dentro de un marco de democracia, como manda la Constitución, y respeto a las leyes, entre las que ya no figura, aunque algunos se olviden, la ley del mbarete, la de la fuerza, la del más fuerte o más violento.
No es extraño, aunque lo parezca, que me haya venido a la memoria el libro “Arzobispado”, no solo por el hecho del debate parlamentario, sino por el papel que han jugado muchos altos representantes de la Iglesia Católica en el proceso político y en la lucha contra los abusos, contra los violentos, contra los criminales. Afortunadamente, más y más sobresalientes que quienes acunaron a dictadores criminales. También me espantó.
En esta semana de proclamación de la violencia por sobre el respeto y la convivencia, de cada quien a cada cual, y no de quienes se autoproclaman, como en las malas películas, salvadores de la humanidad: me sorprendió el mensaje del arzobispo de Asunción pidiéndole a los jóvenes “ser valientes” y seguir el ejemplo de “ese senador loco”, haciendo referencia a Cubas con el mejor calificativo que le cuadra: que es esa peligrosa locura que llamamos violencia.
Soy consciente, como tantos, de los abusos, algunos enumerados más arriba que están cometiendo muchos políticos y de que hay un desenfreno que es necesario parar, pero no es destruyendo las instituciones ni atropellando el Congreso que vamos a avanzar en democracia y convivencia; la de la violencia solo genera violencia. Por ese camino, lo ensaña la historia, triunfan siempre los más violentos. Los buenos triunfan solo contra los violentos en las malas películas de cowboys.
Unos días atrás me pareció desmesurado y hasta alarmista el comentario del colega Clari Arias que declamaba alarmado desde el micrófono que se están creando condiciones terroríficas de incitación a la violencia. Viendo venir esta avalancha de opiniones desmesuradas, descabelladas, esta exaltación del matonismo; ahora, me temo que tiene razón.
Más vale que pensemos todos en poner un poco de cordura y recordar que el mandato popular ha afirmado y reafirmado en sucesivas elecciones que queremos, al menos la mayoría, vivir en democracia.
Será justicia.