• Por Mario Ramos-Reyes
  • Filósofo político

Cuando uno lee y observa las noticias del éxodo masivo venezolano, mezcla de dolor y heroísmo, huyendo de su país, a pie, en motocicleta, en lo que se pueda, a Colombia, Ecuador, Perú, Chile o Argentina, uno tiende a preguntarse como por instinto: ¿y esto es la democracia del socialismo? Cinco mil venezolanos por día huyen de la dictadura de Maduro. Aproximadamente, dos millones y medio salieron desde el año 2015. Pues, si la propaganda del régimen fuera cierta, la gente debería huir de los países capitalistas y apretujarse para entrar en los socialistas. Pero no es así. La realidad es terca y su tozudez traiciona siempre a las ideologías cerradas, acríticas. La diáspora es real. Es un hecho, doloroso y trágico.

Pero, lo más grave es la ideologización de ese hecho. Me refiero a aquellos que, abrevados en una suerte de política posmoderna que “construye” su realidad y niega la que tiene enfrente. Es el caso del expresidente español Zapatero que es llamativo, pero no sorprende. Afirma que el éxodo se debe a la crisis del país de Bolívar por el embargo norteamericano. Es la vieja falacia que usamos en lógica, la post ergo propter hoc, que ocurre cuando se asume que cuando un evento sucede a otro, aquel es causado por este. Suficiente es notar que, precisamente los Estados Unidos, siguen siendo los mejores compradores de petróleo a Venezuela, como atestiguan las gasolineras Citgo en todo el país.

Es el mismo argumento -fantasioso como toda ideologización- de Maduro y su sistema opresivo de culpar al imperialismo de su propio fracaso. Para estos “postmodernos” socialistas, la realidad no es como es, los hechos son meras “construcciones” y, por lo tanto, introducen la idea de que la realidad será como ellos quieren que sea y desean. El resto, como siempre han repetido estos ideólogos, es un montaje imperialista.

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La situación es delicada. Más aún ahora que el Secretario General de la OEA, el ex canciller Luis Almagro en un mensaje reciente reiteró que el problema de no-intervención [en Venezuela] tendría sus excepciones. ¿Acaso la intervención en el caso de Ruanda no fue conforme a derecho por esgrimirse el principio de no intervención? ¿O en la masacre de Pol-Pot? - se preguntó, retóricamente, el diplomático uruguayo. Todo eso parecería indicar que el Secretario considera todas las opciones, incluso las de la fuerza, como legítimas. Almagro mismo negó esa posibilidad. Pero entonces, ¿cómo se entienden sus afirmaciones? ¿Y si el principio de no intervención -uno se pregunta- no puede invocarse en casos de violación y crisis humanitaria, la fuerza, de donde vendría? ¿De los militares venezolanos? ¿De las fuerzas norteamericanas, en una operación tipo Noriega como ocurrió en Panamá? ¿De alguna fuerza coaligada de naciones democráticas latinoamericanas? Estas dos últimas opciones, al parecer, serían improbables, al negarse los Estados Unidos, recientemente, a ayudar con tecnología a un complot, como asimismo al negar enfáticamente varios presidentes latinoamericanos del grupo de Lima esta opción.

Mientras tanto, la catástrofe de lo que llamo “democratismo” chavista continúa. Democratismo como perversión y desfiguración de lo que debe ser una democracia. La democracia no es un régimen fácil de lograr. Madurez y calidad como régimen político que, vista la experiencia de otros sistemas, lo muestran como mucho mejor. La democracia intenta, por lo menos, combinar la igualdad y la libertad. Este punto de partida, la de que todos deben ser incluidos en las decisiones de la sociedad política y como tales, actuar libremente, no es poca cosa. Esa, al parecer, fue la retórica de Chávez: la inclusión de las mayorías postergadas. Pero, como siempre, existe la tentación de la mayoría de no dar espacio a las minorías.

Cuando a esa mayoría se la promueve y se le dice que es la única intérprete de la sociedad política, transforma las víctimas, en verdugos. O instrumentos de los verdugos. Y lo que comienza bien, acaba en su antítesis. Es que cuando la voluntad popular, acicateada y halagada, con dádivas y riquezas, busca continuar esa preferencia, termina a la larga perpetuándose en el poder. El poder es un afrodisiaco y de los más fuertes.

En el caso venezolano y otros modelos populistas, Nicaragua, por ejemplo, este proceso es irrefutable: Chávez, con un carisma innegable, luego de persuadir y convencer, llega al poder por la vía electoral y poco a poco, se apodera de todo el aparato del Estado y copa los espacios de la sociedad civil, haciendo cómplices a muchos actores políticos y sociales.

Aunque siempre, torpemente, tratando de guardar las formas constitucionales y legales. Su primer juramento, sobre la “moribunda” constitución que había durado más de cuarenta años, desde 1958 hasta 1999, ya presagiaba que su proyecto era ajustar la ley-Constitución a su idea de un nuevo constitucionalis-populista, anti-republicano.

Esa ha sido la génesis del Chavismo y que hoy, Maduro y sus secuaces, no hacen sino continuar ese “estilo” de “revolución” permanente en donde todo, desde la libertad básica de los ciudadanos hasta el ahorro financiero mínimo de los mismos, está controlado o mejor confiscado por el Estado. Un régimen donde la realidad está sometida, o trata, de subyugarse desde el poder, pero, insisto, no puede ocultarla en su totalidad.

Es que la realidad, dura y porfiada, no miente, le resiste a esa ideología cerrada, opresiva y tiránica, aunque políticos cómo Zapatero, portador de un totalitarismo “blando” quieran presentarla como lo que no es. Solo la experiencia, el toque a la realidad de la libertad y sus contrapesos, la de una república, podrá mostrar el verdadero rostro de una democracia auténtica. Y para que eso ocurra, Maduro y su régimen, y no sus miles de compatriotas, tienen que irse.

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