• Por Antonio Carmona
  • Periodista

Según el informe policial, el celular de la estudiante de medicina Erika de Lima, asesinada a cuchillazos semanas atrás, sin razón aparente, fue el hilo conductor para aclarar el crimen. Los policías siguieron la “ruta comercial” del celular de la víctima; según los investigadores, fue encontrado, primeramente, en manos de Gustavo Javier Villalba Romero, quien estaba usando el celular de la finada tan campante y dijo haberlo adquirido de otra persona: José Cristaldo, quien, al ser ubicado, dijo haberlo comprado de otra persona, un tal José Cristaldo. La Policía ubicó al mencionado, quien, a su vez, dijo que lo adquirió de un tal Marcelo y así llegaron hasta Marcelo Gavilán Montiel, el mismo contó que un tal Romero se lo vendió por un cien mil’i, tras cuyo rastro llegaron.

Así llegaron al tal Cristopher Romero, hoy detenido como presunto autor, con lo que, concluye el expediente: con esta evidencia, la Policía tiene cerrado el caso. Añade la información que todos los involucrados en el “pasamanos” del celular serán llamados por la Fiscalía para declarar.

Hasta ahí la crónica policial, más bien menos que más explicitada, dejando una gran y sorprendente incógnita: la facilidad con que el celular pasa de mano en mano, el pasamanos, que dice la crónica.

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Aclaro que siempre he sido un gran admirador de los cronistas policiales que tienen que traducir el lenguaje policial en cada caso, tratando de hacer entendibles las crónicas e, incluso, en algunos casos, lográndolo con bastante eficacia.

Lo sorprendente del caso, en primer lugar, es lo fácil que resulta matar por un celular; lo segundo, y que tiene relación con lo primero, es lo fácil que resulta comercializarlo, en ese “pasamanos” de compra venta que va de mano en mano, girando en torno a un cien mil’i; aunque la cifra se ha aumentado no pude dejar de sentir un cierto escalofrío, pensando en aquel famoso término policial de “acinkí la puñalada”. La inflación es notoria, pero el í de la suma insignificante es aterrorizador.

Es lo que vale una vida y, lamentablemente, es lo que valen muchas vidas, generalmente de jóvenes que son quienes más aferrados viven a sus celulares, en un mundo en donde ya casi es imposible prescindir de ellos, con el valor agregado, para el poseedor de que parte de su vida y de su desenvolvimiento cotidiano depende de ese artefacto, que, como contrapartida, no es para el delincuente; los delincuentes por diferencia de alguna manera a los que matan para robarlo y los que lo compran para tener un aparato barato, teniendo, sin duda, conocimiento de la procedencia del celular y su rastro de sangre, que forma parte sin duda del “pasamanos”, aunque solo inculpe a los que cometen el crimen.

Por qué me planteo y planteo a los lectores esta cuestión; porque en el reciente asesinato de otra joven, también estudiante, los causantes del crimen, responsables de la joven sangre derramada, de la joven vida sesgada de cuajo en pleno apogeo de la vida, tratan de eludir responsabilidad como meros acompañantes, comparsa del que, al final aprieta el gatillo o empuja el puñal; porque la pretensión es sacarla “barata” y salir casi de inmediato en libertad, para volver a lo mismo.

Si revisamos los crímenes realizados en las últimas décadas, descubriremos que la mayoría son reincidentes, es decir, que cuentan con antecedentes delictivos graves y, muchas veces, agravados, pero que andan de nuevo deambulando en libertad, preparados para dar un nuevo golpe, por un celular o por alguna otra prenda que pueda entrar en el “pasamanos” comercial, en el “mercado” de productos de la delincuencia, un mercado que, evidentemente, está mucho más organizado que los más bien surtidos mercados de abasto; es más, que en muchos casos los productos de esos robos criminales se comercializan en mercados no tan subterráneos.

Es decir, que resultará muy difícil combatir el crimen tan facilitado y de tan ágil comercialización y, sobre todo de tan escaso castigo, no solo de los que realizan materialmente el crimen, sino también de quienes lo fomentan con su comercialización.

Sin duda va a salir el tema de los garantistas, que echan la culpa a la sociedad que, sin duda, tiene que cargar con la culpa de la miseria y la marginación; pero el problema no es tan fácil cuando delinquir sí lo es. Vemos cotidianamente a jóvenes y hasta adultos que luchan contra ese mal que arrastra la desigualdad del desarrollo y logran superarlo, como otros encuentran más productivo el “pasamanos” sangriento; y la pobreza no es un tema que se va a solucionar a cortísimo plazo, así que hay que prepararse para afrontar un hecho que no es tan sencillo de solucionar, pero al que por lo menos hay que ponerle freno.

Y aquí hay que plantearse el tema de la seguridad. Ya sé que algunos carcamanes van a salir con el slogan que con la dictadura vivíamos mejor. Ya me ha pasado en varias oportunidades de escuchar a desubicados; el flagelo de la inseguridad –aparte de los crímenes de Estado que fueron una dolorosa y cruenta realidad, aunque muchos no quieran recordarlos–, vale la pena también recordarlo, empezó en plena dictadura, con los autos mau, que se comercializaban a bajo precio, aunque con los rastros de sangre de los ex propietarios.

Si tenemos una constante: la falta de seguridad en las calles, y mucho más en el interior, cuando a veces no hay calles: y la falta de policías en las calles. Los Linces son una parte de la respuesta, pero sobre todo, la inseguridad se cocina en la Justicia, una injusticia más, cuando vemos los prontuarios de delincuentes que andan sueltos con una ristra de aguaí que dejaron al paso de sus motos robadas, de quienes garantizan el derecho a delinquir y hasta de quienes, sin mancharse las manos, comercializan en el pasamanos sangriento.

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