Por Antonio Carmona, periodista
La política en esta última etapa de la transición que atravesamos, para no chocar con el muro de la realidad, se ha reducido a lo que se ha establecido como el parámetro de la legislación, que es el artículo 23, es decir, tener 23 votos en el Parlamento para tomar una determinación jurídica, no importa si del otro lado han votado cientos o miles de personas; mandan los 23, inapelablemente.
Desde este punto de vista, las mayorías, en esta democracia, no existen. Lamentablemente, como suele suceder en una sociedad más politizada que política, bastan los 23, los 45 o los cien…
Para no reducirme a esa politiquería nuestra de cada día, voy al ámbito de la jurídica, que se supone que se maneja más allá de la política por normas, no por votos o por minorías mayoritarias o mayorías minoritarias, sino por principios y valores jurídicos; tomo como referencia el sonado conflicto que se ha proyectado a toda la sociedad en distintos medios y formatos entre dos abogados, más bien, entre un abogado solo, pero lo suficientemente quilombero para armar bochinche, buscando un partenaire, el famoso lata pararã.
El video trasmitido por las cadenas de televisión, medios y periódicos, es claro y contundente; un abogado, en pleno territorio de la Justicia, en vez de tener el comportamiento que se presume correcto en tal instancia, insulta a su colega separado apenas por unos metros; como el colega no le da mucha pelota, lo provoca y termina escupiéndole, con lo que se arma un precario tonguerío, sin ring, ni árbitros ni jueces: más bien de potrero.
El agresor, claramente identificado en la filmación, tras un breve conato de box, de baja calidad por ambas partes, hay que reconocerlo, puesto al descubierto y a la vista de todo el país que quisiera verlo, pues las cámaras trasmitían en directo y siguieron retrasmitiendo ad infinitum como en estos casos sonoros y sonados, tras aceptar públicamente la culpa de haber sido el agresor, lanzó una amenaza poco jurídica, poco ética y descabellada, pero acorde con los tiempos que corren:
“Si me demanda, vamos a ir frente a su casa a escracharle”.
Como somos proclives a utilizar las palabras sin ser conscientes de su significación y alcance, recuerdo a los lectores que el verbo escrachar significa, de acuerdo al diccionario de la Real Academia Española, que lo remite a nuestra región: “Romper, destruir, aplastar”, es decir, hacerle un daño a algo o a alguien con el verbo que cada quien elija de los tres que selecciona la Academia.
Podemos tomar el significado que hemos adoptado también en la región, de “perturbar a alguien armando una especie de batucada en contra, acosándolo ruidosamente. Y perturbándolo en su vida pública y, lo que es más grave, en su vida privada, con un acoso sistemático y ruidoso, que alcanza al escrachado y a sus parientes y, de paso, a sus vecinos”.
Generalmente tiene una significación de rebelión cívica contra políticos o administradores de la cosa pública acusados de casos de corrupción o abuso de autoridad; es difícil establecer la corrección de las pautas de acuerdo a como dice el viejo y sabio dicho: “El color del cristal con que se mira”, y cada quien tiene su propio cristal, sin importar los daños provocados a primeros, segundos o terceros.
Pero, como todo comportamiento, cuanto más catastrófico sea, termina propagándose, de acuerdo a la ley de murfi y de morfi. Sin mirar a quién ni justificar por qué, el abogado agresor de marras consideró estar en su derecho de agresor después de agredir violentamente a su contraparte para precautelar su derecho al mbarete: lo amenazó: si me demanda “vamos a ir frente a su casa a escracharle”; no tan “llanero solitario”, sino buscando batucada y apoyo para el escrache. Como se trata de un conflicto entre dos, por no decir de uno, el agresor, como él mismo reconoció, cabe suponer que va a ir a reclutar escrachadores para hacerle el coro.
El escrache perderá así, como ya viene perdiendo, el único valor de indignación pública que le quedaba para convertirse definitivamente en un arma de manipulación política para que siga imperando el artículo 23.