Por Mario Ramos-Reyes, filósofo político

El título podría asustar a algunos. O servir, de hazmerreír, a otros. Es que para los primeros sería una tragedia, mientras que para los segundos, un progreso, o mejor, el Progreso con mayúscula. Algo sagrado, el signo –Sacramento– de nuestro tiempo. La cuenta pendiente de la democracia como dicen algunos. Yo no creo en esto último, pero lo que sí creo es que en los últimos treinta años la aceptación social y en algunos casos la aprobación legal del aborto ha cambiado el panorama de las democracias liberales contemporáneas. Y no me refiero solamente a la norteamericana o las europeas, sino, y eso se irá viendo poco a poco, a las latinoamericanas.

Lo resumo en una frase: el aborto es el sacramento, el gozne o la bisagra trágica, absurda, de la historia posmoderna. Gozne en el sentido de dar una vuelta brusca, aunque no inesperada, a las democracias. Giro rápido que provoca una radicalización de las fuerzas políticas, y sociales, hacia un nuevo realineamiento de las mismas. Pero también, a las religiosas, a todas o casi todas, incluidas, me duele decir, a la Iglesia Católica. Esto es categórico, casi apodíctico. Es un hecho que, en la discusión sobre el aborto, todos los principios de la democracia liberal son puestos a debate, proponiéndose, los más dispares y, la mayoría de las veces, antojadizas interpretaciones.

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Hay un antes y después del aborto legal. El mundo cambia con este hecho, cambio que en algunos países, devienen radicales. El aborto es, un signo de cambio civilizatorio, nos guste o no. Insisto, no es solo un cambio al interior de la democracia liberal sino algo más radical: es el socavamiento, para decirlo de alguna manera, de lo que ha fundado los derechos humanos: la condición humana. Hace muchos años, la célebre filósofa inglesa G. E. M. Anscombe, vaticinaba que cada nación que liberalice el aborto se convertiría, poco a poco, en “una nación de asesinos”. Para la mayoría de los lectores, esta afirmación parecerá catastrófica, pero observando lo que está ocurriendo al interior de las democracias actuales, lo que la filosofa analítica de Cambridge, discípula de Wittgestein, afirmaba, está lejos de ser un error. Y menos una mentira: suicidio asistido, aborto de fetos nacidos “parcialmente” como derecho, todo tipo de reproducción asistida, aborto eugenésico, son algunos de los frutos amargos de esa cultura de desprecio de la vida humana.

Lo que se introduce con el aborto es un nuevo concepto de civilización. Reparemos que toda cultura civilizatoria brota, en última instancia, de la mirada que se tenga sobre el ser humano, los más desvalidos. No es lo mismo una civilización cuyos derechos subjetivos (y objetivos) se anclan en la dignidad de esa persona, que otra que lo relativiza, y en muchos casos, niega la personalidad misma del no-nacido. El secularismo democrático de cuño progresista en esto ha sido muy claro: el feto no es persona hasta que, las mayorías, o la ley, lo digan. Cuatro semanas, cinco, al nacer, etc., todo depende. Punto. De ahí que afirmar el dato científico del inicio de la vida es fútil. El aborto genera un choque frontal que fractura movimientos, partidos, grupos, asociaciones que antes se unían por principios menos fontales, menos fundamentales, pero ahora ya no. Es imposible.

¿Qué implica todo esto? La de que habrá partidos, digamos en la Argentina, donde algunos serían peronistas “pro vida” y, otros peronistas “pro-libertad-de-elección-de-la-mujer”. Lo mismo en nuestro país: los partidos Liberal y Colorado se dividirán, lenta pero gradualmente, conforme a la aceptación o no de este hecho. Hasta podrían surgir movimientos y partidos pro-vida. Basta un recorrido de los últimos treinta años de las democracias liberales en países avanzados, para confirmar esa realidad. Los Republicanos y Demócratas en los Estados Unidos así como los Conservadores, Liberales o Laboristas en Gran Bretaña, se han alineado, en general, en torno al aborto.

Pero hay un hecho para mi, más preocupante aun. Y es que, la misma concepción, propia, de la democracia liberal ha sido horadada por este derecho. Hoy, ya no se puede hablar de “la” democracia liberal sino de, por de pronto, “dos” versiones de la misma: una “substantiva” - que afirma ciertos derechos inalienables, y otra, más “procedimental”, que se enfoca más a procedimientos y deja esos valores fundamentales como fruto de consenso pero no indiscutibles. La primera, más liberal-conservadora y pro-vida, la segunda, más liberal-libertaria, pro-elección-de-la-mujer. Es así como para este modelo libertario de la democracia liberal, el derecho al aborto, o las nuevas concepciones de la familia o cualquier otro “avance” científico debe ser dejado a la voluntad de las mayorías. Nada será bueno u objetivo en sí - ni la misma vida - sino, en tanto en cuanto, lo diga el consenso de las mayorías y el Estado. Es el avance de una democracia no-republicana.

La mentalidad común del mundo actual es que pretende, en todo, que el aborto significa un progreso. Que con ello progresamos. Esto es, creo, una ilusión. El mundo es un ir y venir, de avances y retrocesos. Ese sacramento, quiérase o no, induce a una profunda fragmentación y ruptura social que llevara varias generaciones sanar. La democracia liberal, republicana, con un contenido sacramental de rechazo a la vida, augura las predicciones mas pesimistas a corto y mediano plazo.

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