Por Guillermo Ramírez, gerente de GEN
¿Cuánto valen nuestras certezas y cómo sabemos que ellas son lo que dicen ser, resonando en el fondo de nuestras mentes y colándose en nuestros discursos? Esta es la pregunta que dispara esta columna, en la que quiero detenerme a intentar convencerles de que abandonar las certezas es uno de los actos más desafiantes e importantes en la vida de una persona. Estoy aquí como Don Quijote, para enfrentarme a los molinos de las cosas que están escritas en piedra.
La primera cuestión a posar sobre el mantel es nuestra poca comodidad con la necesidad de cambiar de opinión sobre cualquier tipo de asunto. De chicos fuimos obligados a comer berenjenas y hoy, de grandes, y a décadas de distancia de haber probado una por última vez, seguimos sosteniendo que son horribles, hasta que un día en una cena nos cuelan una disfrazada de bocadillo elegante y al preguntar qué es nos quedamos pasmados mientras vemos cómo ese ladrillo de absolutismo culinario se derrumba. Nos hace sentir incómodos comprender que estábamos equivocados.
Este ejercicio se repite constantemente y con temas menos triviales cuando estamos expuestos a informaciones que constantemente desafían o interpelan nuestros absolutos, nuestras certezas de titanio. Todos estos episodios generan una incómoda sensación de desnudez filosófica, ya que nos vemos atacados en posiciones que siempre sostuvimos como correctas y que demostraron no serlo. Es difícil no sentir un poco de vergüenza al ver que éramos nosotros los que estábamos mal, no “los otros”.
Cambiar de opinión es uno de los pequeños actos de valentía más importantes que hay. Sin embargo, para muchos, es una señal de debilidad cuando en realidad dicha fragilidad se esconde en la intransigencia ante la evidencia. No aceptar un error, cerrarse como un puño bravo ante la interpelación de la realidad, es un defecto, porque nos mantiene en la oscuridad del error. Hay un poco de locura y otro tanto de egoísmo en mantener una postura errónea hasta las últimas consecuencias, que usualmente se parecen mucho al ridículo.
La intransigencia es una característica usual de la juventud, que utiliza esas falsas certezas para maquillar inseguridades o carencias ¿Quién sigue sosteniendo las mismas posturas que tenía a los 18 años sobre la sociedad, la economía, política, religión o lo que sea? La caravana de la vida nos va colocando en lugares en donde la adquisición de nueva información, en forma de experiencia, hace que el cambio de parecer sea constante al punto de tener que luchar contra las contradicciones propias del vaivén, como decía el gran poeta norteamericano Walt Whitman “¿Que me contradigo? Por supuesto que me contradigo, soy inmenso, contengo multitudes”.
Las multitudes de Whitman son sus recorridos largos por Norteamérica, su constante adquisición de información, de conocer pueblos y ciudades y a quienes las habitan, es el incesante incorporar de toda esa experiencia para formar posturas que duran hasta que son desafiadas por nuevas realidades. Nuestras multitudes de hoy quizás son intangibles, ya que nunca en la historia de la humanidad hemos tenido acceso a tanta información como hoy. Lo que nos sobra de datos nos falta de humildad para reconocer la mera chance de estar equivocados, pero dar ese pequeño salto nos abre las puertas a un mundo absolutamente distinto.
Permitirnos la posibilidad de reconocernos equivocados o sentir que sabemos algo concreto únicamente hasta que sabemos lo contrario nos otorga la chance de poder intercambiar opiniones con otra persona, no para convencerlos de que estamos en lo correcto, sino para tener la chance de revisar si lo que estamos diciendo es cierto. Esto cambia completamente las dinámicas de una discusión, pasemos de querer hablar a querer escuchar, pasamos de una posición agresiva a una de reflexión. Una de las pocas certezas que sostengo hoy es que permitirnos cambiar de opinión nos hará bien. Probemos.