• Por Guillermo Ramírez
  • GERENTE DE GEN TV

Cada cierto tiempo nos enfrascamos, como sociedad, en algún debate que inexorablemente termina llevándonos a discutir sobre el patriotismo. Que los políticos deberían ser más patriotas, que los jóvenes de hoy en día, globalizados desde un aparato que los conecta con el mundo, ya no llevan en sus pechos aunque sea rescoldos del amor al suelo patrio, que nuestras ausencias consecutivas a copas mundiales de fútbol se deben a la novedosa costumbre de nacionalizar foráneos, entre otras aplicaciones posibles del sentimiento patriótico.

Reconozco tener un problema con los absolutos patrióticos ya que me considero, y pido perdón a Jorge Luis Borges por apropiarme de sus palabras, un “modesto anarquista”. La historia de la humanidad es la historia del miedo al otro, es la historia de la construcción de fortalezas físicas y filosóficas en las cuales refugiarnos de la otredad, de ese otro universo compuesto por los distintos a los de nuestro clan o a los de nuestra tribu, a los que idolatran a otros dioses, a los que se organizan en dinámicas distintas, a los que tienen fines y metas que no son las nuestras. Las instituciones que hemos creado para organizarnos hacia adentro sirven a su vez para protegernos de los de afuera, el concepto de Estado-nación, las religiones, las ideologías políticas.

Durante siglos hemos invertido, como especie, una cantidad incalculable de tiempo, energía y recursos en el desarrollo de dinámicas de relaciones que favorecen que nos juntemos con los que son parecidos a nosotros y que nos alejemos de los distintos. Por supuesto que los orígenes de estas dinámicas no son fortuitos y responden que, básicamente, la humanidad vivía atacándose a sí misma para expandir sus territorios para poder tener más espacio para los nuestros y menos para los demás, pero toda esta agua nace de la misma fuente de desconfianza hacia el otro.

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Sostengo que el gran cartel en el arco que nos recibió en el siglo XXI rezaba algo así como “Bienvenidos a la era del repensar”. Estoy convencido de que la gran tarea de la humanidad para este período de 100 años es repensar todos los absolutos que nos dominan, repensar la forma en la que nos estamos organizando, repensar la forma en que utilizamos nuestros recursos naturales, repensar la forma en la que lidiamos con lo que es distinto a nosotros. Eso implica necesariamente repensar el rol del orgullo por el sentimiento compartido por un clan o tribu, es decir, el sentimiento de amor a la patria. Repensar cuál es el rol de esa muralla separatista en un mundo que cada vez es más chico y diverso gracias a que conocemos más de él viendo videos en Youtube, leyendo artículos en la Wikipedia o chateando con desconocidos de otras latitudes en redes sociales.

El sentimiento patriótico está irremediablemente asociado a episodios bélicos sangrientos y destructores, a epopeyas con saldos históricos escritos en tinta carmesí. Acaso estamos en momentos en donde debamos apelar a relatos unificadores más amplios, a cobijarnos como especie en historias y mitos constructores más tolerantes con la diferencia, a entender que lo que siempre vimos como debilidad es probablemente nuestra fortaleza más sólida.El sentir patriótico no debe desaparecer, nos sirve para mantenernos unidos y volvernos útiles a los que afectamos directamente con nuestras acciones u omisiones, pero debe estar acompañado de un sentir universal que nos permita conectarnos con el otro.

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