Cuando el profesor Toshiro atravesó la puerta del consultorio de su psicólogo se lo veía realmente mal. Demacrado, destruido, un despojo humano. No era para menos, pues en ese momento cargaba con una metástasis emocional que le afectaba el cerebro, el corazón y el alma.

Como un acto reflejo avanzó hacia el diván y literalmente se derramó sobre él. El especialista miró el reloj, que daba las 8:30. Era muy temprano para este tipo de consultas, ya que generalmente los casos urgentes se le presentaban por las noches cuando las crisis afectaban con más fuerza a los enfermos.

Toshiro estaba a punto de llorar. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para balbucear las primeras palabras, pero eran incongruentes por lo que el galeno le pidió que ordenara sus ideas y que comenzara por el principio.

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Así supo que el paciente había despertado a las 3:00 de la madrugada presa de una profunda angustia que casi no le dejaba respirar. Tuvo que encender la luz, la TV, la radio y todo lo que tuviera un interruptor. Necesitaba ruido para olvidar su gran pérdida. Se sentía solo, abandonado, frágil y con una sensación de muerte que no descifraba si destilaba de su cuerpo o si era un aviso de otra persona proveniente del más allá.

Cuando logró alcanzar plena consciencia, mentalmente analizó lo que le sucedía y entendió que su subconsciente había aflorado a esa hora cuando asimiló la desgracia que había ocurrido esa siesta: su fiel compañera había muerto. Durante los últimos años había sido su orgullo y motivo de ostentación frente a sus amigos. Y es que no todos podían darse el lujo de poseer una belleza como esa cada hora del día y sobre todo por las noches, cuando le daba un placer como nunca había imaginado.

Toshiro se quebró. Entre lágrimas repitió lo que el técnico le había confirmado: la placa de su Mac Book Air se había quemado. Sus datos, sus archivos, sus fotos, sus recuerdos, sus trabajos, sus creaciones, todo estaba irremediablemente perdido.

Con profunda tristeza recordaba la suavidad con que acariciaba el teclado y ella cariñosamente respondía con presteza a todas sus solicitudes, ya sea navegando de página en página, siempre incansable, pasando de noticias a videos o películas, intercambiando frases o imágenes con los amigos virtuales en Facebook o Instagram o desahogándose de vez en cuando mediante el Twitter.

El dolor era tan grande que no podría soportarlo. Ni remotamente era comparable a esa vez que fue a la compañía telefónica y le comunicaron que su teléfono Huawei debía ser reemplazado. Al menos en esa oportunidad Toshiro ya sabía que algo andaba mal porque notó ciertos síntomas sospechosos. Por ejemplo, a veces el micrófono no funcionaba cuando intentaba mantener una conversación y entonces debía recurrir al altavoz. O la cámara, que tampoco enfocaba como antes. Eran avisos de lo que se venía. Pero con la Mac no. El ataque fue fulminante, como un ACV. Se apagó la pantalla… apretó la barra espaciadora y se prendió de nuevo. Pero fueron unos segundos apenas. Luego volvió a ponerse negra, aunque en ese momento Toshiro no comprendió la gravedad. La Mac todavía respiraba. Las luces del teclado estaban encendidas, pero fue al intentar reiniciarla cuando la Mac expiró. Se apagó definitivamente. En vano intentó reanimarla con el cargador. Lo enchufaba y con esperanza veía prenderse la lucesita amarilla, pero el alma de su compañera ya se elevaba irremediablemente hacia el cielo de Apple. Se había ido para siempre. Sin ninguna vergüenza dio rienda suelta al llanto delante del doctor.

Este lo miraba con pena. No era la primera vez que un ser humano confundía la vida, la verdadera vida, con las funciones y programas de una máquina. En los últimos años los casos aumentaban. Y es que en esta era de tecnología e informática las personas se refugiaban sin darse cuenta en sus celulares, en sus redes, guardaban sus álbumes de fotos en las memorias creyéndolas eternas.

En todas partes era igual. Los jóvenes preferían quedarse encerrados en su cuarto en vez de salir a la naturaleza. Y lo peor era que el facultativo entendía la situación. No debía ir muy lejos para aceptar la gravedad. Aquí mismo, en Japón, hasta hace unos días cientos de personas habían muerto a causa de las inundaciones. Antes había sido en un terremoto. Y entre ayer y anteayer ya se contaban casi una veintena de fallecidos a causa de la ola de calor que afecta el país.

Toshiro seguía llorando. Al menos él vivía en su burbuja de locura lejos de catástrofes, de políticos bandidos, de ladrones de corbata, de violadores, de asesinos. El psicoanalista se preguntaba a quién debía recurrir él mismo para aliviar esa enfermedad llamada realidad. Todo estaba tan mal en el mundo, que se preguntaba si no sería mejor hacer como sus pacientes y hundirse en el olvido de la realidad virtual.

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