Por Dany Fleitas, daniel.fleitas@gruponacion.com.py

Desde nuestra independencia del reino de España, acaecida en la noche del 14 y 15 de mayo de 1811, la República del Paraguay se ha venido rigiendo por media docena de leyes fundamentales (Constitución Nacional): la que se aprobó en 1813, la que estuvo vigente desde 1840, la de la pos-Guerra Grande (1870), la de 1940, la del gobierno dictatorial de Alfredo Stroessner (1967) y la que puso un cerrojo al absolutismo presidencial que entró en vigencia en 1992.

En poco más de 200 años de historia de vida nacional, 207 años para ser exacto, los paraguayos hemos contado con 6 cartas fundamentales que guiaron nuestro destino hasta la fecha. Un 20 de junio de 1992, tres años y 4 meses después de la caída estronista (1954-1989), fue promulgada la Constitución vigente hasta la fecha. Han pasado 26 años de aquel histórico hecho que cambió para siempre el rumbo de la República. Nos encaminó hacia una transición a la democracia, que hoy con orgullo podemos decir con claridad que vivimos en democracia plena.

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La Constitución de 1992, que sustituyó a la autoritaria de 1967, mejoró la cuestión de la protección de los derechos fundamentales de las personas e incorporó un sistema de gobierno en el que los tres poderes del Estado se encuentran –en teoría– en perfecta armonía e igualdad de condiciones y con mutuos controles. Asimismo, introdujo como novedades el juicio político y remoción del presidente de la República, del vicepresidente, de los ministros del Poder Ejecutivo, de los ministros de la Corte Suprema de Justicia, del fiscal general del Estado, del defensor del Pueblo, del contralor general de la República, y de los integrantes del Tribunal Superior de Justicia Electoral, entre otras cosas que ahora no voy a detallar.

Como era de esperarse por la coyuntura política de hace tres décadas y debido al temor de que aparezca a corto o mediano plazo otro como Stroessner, los convencionales constituyentes –en aquel entonces representantes de todas las corrientes políticas y sectores sociales– optaron por poner un cerrojo a esta posibilidad. Muchos historiadores y politólogos aseguran que de esto se aseguró muy bien el caudillo político colorado Luis María Argaña, quien fue al extremo de hasta cerrar los caminos a parientes del ex presidente Andrés Rodríguez con intenciones de llegar al poder.

Aquellas decisiones que se plasmaron en la Constitución fueron adoptadas con actitud revanchista y de odio contra una familia y sus seguidores. No era para menos. A una acción corresponde una reacción. Y así fue. Es que el régimen de terror de 35 años así lo ameritaba. Guste o no, suene mal o no, ese cerrojo de hace tres décadas funcionó para esa época. Las circunstancias y escenarios de esta última etapa de la transición se presentaron diferentes y ya no hay condiciones para un retroceso, ni siquiera para la implementación de un modelo chavista.

Los pueblos evolucionan y todo es cada vez más dinámico. Lo que ayer funcionó puede que hoy ya no. Y todo tiene un ciclo, una etapa. La dinámica nacional también exige un cambio permanente. Los hechos marcan un derrotero. Nuestro derecho positivo es el reflejo de lo que somos en el momento. Por eso, creo que, con sus virtudes y defectos, esta Constitución cumplió un ciclo y hoy requiere de reformas. Llegó a su fin la transición, y la democracia, en este nuevo milenio, requiere de modernas herramientas para su explosión y crecimiento. La Constitución de 1992 requiere de ajustes y también de ratificaciones sobre temas fundamentales, como el derecho a la vida. Existen varios los aspectos, pero concretamente, el caso de los derechos políticos de las personas, que tanta polémica genera desde –más que nada– la época del gobierno de Nicanor Duarte Frutos (2003-2008), debe ser revisado y en profundidad. Con más razón cuando la lógica no resiste esta realidad: Fernando Lugo, quien fue sacado del gobierno en teoría por incapaz (según alegados del juicio político), es hoy presidente del Senado, pero Duarte Frutos y Horacio Cartes, quienes no fueron sometidos a juicio, están injustamente vedados de ser senadores activos. Esto, y otros temas vitales, deben ser revisados, o si no, vamos a seguir con los mismos problemas de siempre.

Se impone más que nunca una convención nacional constituyente, de cuyos integrantes esperamos una discusión abierta, inteligente y sincera, sin revanchismos políticos ni odios personales, de tal forma que sancionen una ley fundamental que represente los verdaderos intereses y necesidades de la patria, y que pueda perdurar en el tiempo sin retoques permanentes.

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