• Por Esteban Aguirre
  • @panzolomeo

Todos tenemos ese –un– lugar que nos lleva a esa saludable saudade del comer. Ese espacio en el mundo en donde mientras vivíamos la inocencia del ser niño pudimos disfrutar sin prejuicio alguno de un sabor lleno de sentidos.

Ese bar, copetín, restaurante, despensa de la esquina o carrito en la calle en donde de niños nos encontramos con algún sabor que dejó un eco en nuestros paladares. Un eco que cada tanto nos hace reencontrar con esa ausencia de inocencia.

En mi caso debo admitir que el Bolsi es uno de esos lugares en mi mundo. Me hace acordar a mi abuelo, con quien alguna vez compartimos nombres. Hoy él ya no está en tierra de ministros de bandejas, pero sin embargo su lugar, su mesa, su silla preferida para sentarse a comer, una esquina bajo las cataratas dentro del Bolsi todavía atajan la memoria de sentarme a comer ante la inmensidad de su presencia.

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Un caballero elegante de metro noventa, con el saludo amable siempre presente; con un antojo en particular que compartía conmigo cuando me miraba su plato "de grandes".

Siempre me llamó la atención el hecho de que él era el único de la mesa que no pedía su plato, el mozo amigo simplemente repetía las coordenadas de su apetito para reconfirmar el deseo de ese recordado platillo: "Un churrasco de lomo que diga mú y una generosa porción de papa lionesa. Correcto, ya le traemos su pedido gente linda". (La lionesa, hoy extinta de la carta a no ser que seas amigos de los ministros, en dicho caso con toda la amabilidad del mundo ese nostalgia hecha sabor llega a tu plato).

Es increíble cómo el sabor de un plato te conecta con un momento en donde todos tus sentidos estaban vivos. Ir al Bolsi a mí me da esa cosa de sentir hogar, de saber que me van a abrazar antes de ofrecer asiento, bebida y por supuesto un plato de comida que a veces ni siquiera la intriga de la carta detiene. Me hace acordar a esa escena de "Ratatouille" en la que Anton Ego, el renombrado crítico francés, encuentra su infancia en un mordisco, encuentra redención en la mezcla justa de miles de sabores convertidos en la inocencia de sentarnos a la mesa como inocentes niños.

Mientras Óscar, eterno amigo de la familia y una de las primeras personas que me generó la intriga sobre cocinar mientras lo veía hacer cocina en vivo desde La Pérgola Jardín, flambeando para el deleite de sus comensales su afamado "Lomito a las 3 mostazas", plato preferido de mi papá (quien se rehusa a pedirlo en otro lugar en donde Óscar no esté).

"Oscarcito" como lo llamaba mi abuelo, se acomoda sus particulares anteojos sin patillas mientras nos cuenta el amor –extra– que tiene nuestra sopa de berros y zanahorias, la cual estoy por compartir con ella. "Bueno gente linda, ahí les va todo el hierro y la proteína que necesitan, abundante betacaroteno para la hermosa señora y un buen parmesano y pimienta fresca pedido del rey de la casa. ¿Servidos? Me avisan cuando salen la lionesa. ¡Buen provecho!".

No son necesarias muchas palabras más para explicar el porqué esa silla, en esa mesa, en esa esquina de esa catarata de ese restaurante en donde me llaman con cariño "Rey" significan hogar para mí.

Del otro lado de la mesa ella me pregunta:

-¿Viejo, qué tiene la papa lionesa?

-Tiene el ayer en un bocado nena. El ayer en un bocado.

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