Por Augusto Dos Santos

Paraguay necesita salir del nudo gordiano que divide y tensiona a sus pobladores porque todo lo que sucede no sirve sino para confirmar que aún más importante que la buena economía es la buena política.

La buena política es aquella que se centra en el consenso, que evita las posiciones extremas y que depende de liderazgos que anteponen a lo sectario el bien de todos.

Se ha recorrido un largo camino desde la transición democrática hasta hoy con algunas fortalezas y debilidades notables: hemos instalado cierto debate en la ciudadanía al respecto de libertades públicas que ha sido muy interesante como elemento para mantener a raya a las alimañas de la dictadura remanente, lo cual puede atribuirse a cierto "lapsus" de la mejor democracia que nos tocó vivir –casualmente en el primer quinquenio de libertades– cuando tuvimos el privilegio de contar como congresistas y líderes políticos a figuras que se habían forjado en el exilio.

Esa brisa que se sintió en el rostro de la democracia sirvió incluso para olvidar el analfabetismo democrático de Andrés Rodríguez. Pero con el paso del tiempo se fue forjando de nuevo una especie de escoriación retardataria que parecía invocar a los espíritus de la mala política (aquí llamada con cierta injusticia política criolla, como si lo criollo tuviera la culpa).

Tras la despedida del curiosamente interesante gobierno de Rodríguez una conquista que malamente ejecutada resultó en un problema: la conquista fue el "Pacto de Gobernabilidad", una increíble fórmula de consenso que sentó por única y por última vez a líderes políticos frente a una mesa para administrar dos desafíos que parecían inconmensurables: cómo gestionar la transición y cómo administrar una naciente Constitución Nacional. La idea era brillante.

PERO LUEGO SUCEDIÓ LO DEL TALÓN DE AQUILES

Todo parecía muy perfecto, incluso evocaban con frecuencia pactos logrados en Europa y decires de líderes mundiales sobre la construcción de la unidad en el disenso rondaban los programas de radio y los debates de boca de los líderes sectoriales.

Pero había un talón de Aquiles. Una especie de yarará bajo el tablón esperando la oportunidad para frustrar la alegría.

El nuevo edificio estructural que se construyó en el Estado paraguayo a partir de la nueva Constitución supuso un gran impacto. Tribunales nuevos suponía nuevos edificios (enormes en capital e interior) que había que poblar no solo con muebles sino con empleados, miles de empleados.

No le fue en zaga otra institución: la Fiscalía que a su vez instaló una sucursal en cada pueblo con miles de empleados. Pero hubo mucho más. Con la nueva Constitución nacieron también las gobernaciones y las juntas departamentales, una esotérica apuesta federalista en medio de un país ya mal gestionado solo como unitario.

Y como que había que gestionar periódicas elecciones creamos una alucinante estructura de todos los colores: el Tribunal Superior de Justicia Electoral (que ya demostró que puede funcionar genialmente con cien personas). El Congreso multiplicó su volumen y en sus anchas nuevas pretensiones sus viejos recintos históricos quedaban pequeños y hubo que crearle un edificio a la medida de una legión de nuevos empleados que –como los santos– venían marchando.

La yarará miraba todo lo que ocurría (por supuesto) con su ojo de víbora, aguardando el momento de pegar su dentellada.

Cuando hubo concluido el proceso de instalación de los miles de cargos que debían gestionarse en todo el país, llegó el momento de definir un dilema: esos cargos lo ocupamos con la carrera pública o los llenamos de correligionarios.

Allí salto la yarará y se puso traje. Se vistió de colorado, de liberal, de encuentrista, de lo que quieras, y se sentó a la mesa con la madre de todas sus reivindicaciones: "si vamos a ayudar a alguien vamos a ayudar a nuestros correligionarios".

Pero fue aún más allá, llego a decir: si nuestros correligionarios tienen empleo, se fortalece la democracia.

Así fue como la yarará del clientelismo político y la prebenda se hizo cargo de la administración pública paraguaya hace un cuarto de siglo… y sigue marcando pautas.

NUEVOS DUEÑOS, MISMAS BANDERAS

Dicen que las revoluciones se comen a sus hijos (Marzo Paraguayo que tal). Así también esta voracidad pantagruélica de la hiperfiesta de los cargos que recorrió su etapa triunfal en los 90 y siguió creciendo en el nuevo milenio sin solución de continuidad generando un fenómeno espectacular que tendría que interesar a los académicos: arrancó de las manos de los partidos políticos la administración de este banquete y lo puso –con un pragmatismo digno de mejor suerte– en manos de los nuevos liderazgos surgidos de su propio vientre (del vientre del clientelismo): diputados, gobernadores, intendentes.

Poco a poco el protagonismo de los presidentes de seccionales y de comités políticos de la oposición fue perdiendo preeminencia y fueron ganando sus representantes.

El evento que terminó de ratificar esto fue el Marzo Paraguayo. Es un punto de inflexión en el mensaje clarísimo y unívoco para quienes quisieran escuchar: "a partir de ahora los gobiernos y la ciudadanía hablan con congresistas, con los gobernadores y con los intendentes". Los partidos, ese templo donde se bautizó el clientelismo político paraguayo quedaban desfasados, eran insuficientes para administrar tanto volumen.

Una funcionaria de Fiscalía de Laureles, un empleado de la justicia de Loreto, un funcionario de la Gobernación de Itapúa, un asesor de Diputados de Nueva Italia, un funcionario del TSJE de Sajonia. Todos o la absoluta mayoría de todos, a partir de ese día (al margen de los simulacros formales) accedieron a los cargos por obra y gracia del clientelismo.

Empezaron a poblar con un ejército de personas, algunas capacitadas y muchas tremendamente ineptas los cargos públicos, no porque fueran ganadoras de legítimos concursos (y ojo que siquiera ponemos ganadoras legítimas de concursos) sino porque "un su tío es diputado" o porque "don Fulano le prometió si le ayudaba en las elecciones".

El problema hoy del Paraguay no es "el gigantismo" del Estado. Un respetado experto en temas de función pública José Tomás Sánchez cree que el Estado paraguayo no está sobredimensionado.

En el fondo el verdadero problema se divide en dos vertientes: la escasa capacidad específica para el ejercicio de las funciones de un enorme número de funcionarios y –principalmente– la preeminencia partidaria en la toma de las decisiones sobre su futuro como empleado del Estado.

Los funcionarios que tendrían que ser servidores del Estado son en la práctica esclavos del devenir político y su suerte puede cambiar con que "la tortilla se vuelva" al decir de la canción que reivindica la igualdad desde la perspectiva socialista.

Es por ello que en el folclore de la animación política, para conseguir el concurso de esa masa acrílica de ciudadanos, para una elección, o para una movilización tiene una prodigiosa capacidad de movilización aquello de "que no nos pateen la olla" a los efectos oficialistas o eso otro de "ña manda potaite" en las carpas opositoras.

Si quisiéramos definirlo en una frase diríamos que desde aquel día el mandar dejó de ser un sinónimo de "carga" para constituirse en un sinónimo de "cargo".

LA VIRTUD Y EL DEFECTO DE CARTES

Llegando a este punto del comentario es posible definir con mayor comodidad la virtud y el defecto de Cartes en este contexto. Su virtud fue advertir este problema y plantear como política de choque dos estrategias: un gabinete técnico (e incluso variopinto políticamente) y la política de concurso de méritos para el acceso a los cargos públicos.

Sostenido en el tiempo, esta fórmula realmente pudo haber sido importante para cambiar esta historia que nos condena como Estado.

Pero allí surgieron tres problemas que complicaron el rumbo: la reacción del activo partidario que consideró casi una tragedia este esfuerzo modernizador, la ausencia de una política de diálogo directo con la ciudadanía que convirtiera a ella en defensora de esta conquista y por sobre todo –por sobre todo– la ausencia de un pacto político que involucrara a políticos, empresarios y trabajadores agremiados. En resumen, faltó un "pacto de gobernabilidad" que distribuyera sobre otros hombros la responsabilidad de un nuevo estilo de gestión que terminara de aplastar la yarará bajo el tablón.

Suceda lo que sucediera. Con Cartes o sin él. Con enmienda o sin ella, un día cuando se aquieten las aguas es pertinente retomar este asunto de Estado. Necesitamos de un pacto que nos saque de este futuro incierto y neblinoso.

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