- Por Mario Ramos-Reyes
- Filósofo político
Libertad, cuántos crímenes se cometen en su nombre. La expresión, profética y trágica, refiere a la exclamación de Madame Roland momentos antes de ser ejecutada en la guillotina, en nombre de la revolución que en nombre de la libertad, impuso el terror en la Francia de fines del siglo XVIII. Hoy, tal vez, tendríamos que expresar una suerte de paráfrasis: democracia, cuántos crímenes se cometen en tu nombre.
Es que los recientes acontecimientos trágicos, desnudaron una vez más, la contradicción más dolorosa de una forma de gobierno llamada democracia: la de que la misma, dejada a sus solas fuerzas, se torna en su propio verdugo. Lamentablemente, la democracia no puede redimirse a sí misma. No está para eso. Democracia es apenas un medio. Democracia apuntó, eso sí, al origen de la legitimidad del poder, la soberanía popular, ese querer de las mayorías que es fundamental para un gobierno razonable. Pero nada mas.
Suponer que un sistema político es solo democrático, es caer en el más profundo error, error que –dicho sea de paso– convierte a la democracia en algo que ella no quiere ser: autoritaria, populista o, más propiamente, democratista. La democracia dejada, por eso, al querer exclusivo de las mayorías, tiende a no tener freno… Por eso el Estado o la sociedad no puede ser, sin más, democráticos.
Eso sería enfermizo, un morbo –al decir de Ortega y Gasset– que deglute a la sociedad, la rebaja, la deja inerme al poder del dinero, de las mayorías ambiciosas, la violencia de crisis periódicas, la imposición legalizada y dictatorial de grupos estridentes.
De ahí que lo democrático, como voluntad de la mayoría, se debe configurar en una forma republicana. Insisto, el polo democrático no significa el todo, pues se debe agregar lo republicano como autogobierno y límite del mismo. Así, si una democracia no asume su carácter republicano, ello supondrá que la soberanía de las mayorías del poder no tendrá límites. O si lo hubiera, por la ley o constitución, se corre el riesgo de violar estas, conforme a las mayorías de turno.
Después de todo, haciéndome eco de Pedro P. Samaniego, aquel jurista de los tiempos revolucionarios de 1936, el derecho sigue el curso sinuoso de los acontecimientos. O el derecho deviene "sirviente" de los hechos de la historia. Y esa, ha sido, parte de la tragedia de nuestra historia política.
Es la aceptación, meramente interesada, del Estado de Derecho, o de lo que los anglosajones llaman: rule of law. La ley sirve, en tanto y en cuanto defiende intereses de grupos mayoritarios o no.
Y si no es así, se la ignoró, o se la cambia. Eso es lo que yo llamaría el "antinomianismo," o sentimiento anti-normativo-legal paraguayo. Veamos. Comenzando con un ejemplo del stronismo, el Partido Colorado, liderado por Argaña justificó en los "hechos" de la "paz" la reforma reeleccionaria de la constitución del 67, en 1977; en la constitución de 92, el mismo P. Colorado le cerró la reelección a Rodríguez o sus parientes en base al "hecho" de la dictadura posible de los parientes, y poco después, el mismo partido justificó en base a la "realidad política" la derrota fraudulenta del "estronista" Argaña en las internas contra Wasmosy.
Más tarde, el "hecho" del gobierno de unidad nacional de González Macchi dejó de lado las formas legales de legitimidad constitucional, justificó su presidencia. Asimismo, las formas legales alambicadas y tortuosas dieron sustento al juicio político a Lugo por "hechos" políticos.
Irónicamente, el mismo Lugo, hizo caso omiso a la prohibición legal de la constitución y el código de derecho canónico, ante el hecho posible de derrotar al partido Colorado. Y hoy, no es extraño que, en base a las "obras" de las mayorías Cartistas-Lugo-Liberales, no dudan en "enmendar" la constitución a su medida.
Cómo ve el lector ese morbo democratista donde el hecho político tiene primacía sobre la regla de la ley, no es nuevo. Goza de perfecta salud… No es de extrañar, entonces, que la falta de respeto a lo que es la ley –sea esta la Constitución u alguna otra– sea un dogma para la clase política, y que dichos beneficios haya contaminado a algunos sectores de la sociedad.
Una democracia republicana está limitada, por acuerdo democrático, por la Constitución, donde las minorías y no solo las mayorías, serán protegidas en sus derechos. Habrá así, frenos y contrapesos.
No es solo soberanía de las mayorías ni mero desborde de las mismas la fuente de poder sino, y sobre todo, el respeto a la ley. Por eso, no hay democracia sin un acabado sentido republicano, no solo del Estado como institución sino de la ciudadanía como tal.
La Constitución no está ahí para ser bastardeada por los intereses de grupos o mayorías coyunturales. Un republicanismo democrático se administra a través de instituciones, no de personas. Hoy, lamentablemente, muy poco de eso parece nutrir nuestra democracia.
Mientras no se detenga uno a pensar en esta dualidad, que se debe distinguir pero no separar, de democracia-republicana, no solo nos toparemos con más tragedias y más acusaciones recíprocas sino que seguiremos, y es lo más preocupante, con el espejismo de la ilusión de que alguna "nueva" política, más "democrática", "la de otra mayoría" va a solucionar todas nuestras carencias.
Y así, solo continuará reinando, ese maquiavelismo, encubierto y rapaz, que nos ha hecho creer que, en democracia, lo que valen son los hechos, y nada más.