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Su toma de posesión está aún a seis semanas de distancia, pero el presidente electo Donald Trump ya ha producido ondas de choque en todo el ámbito empresarial estadounidense. Los directores ejecutivos –y los accionistas de sus compañías– están cautivados por las promesas del presidente electo de reducir la engorrosa regulación, recortar los impuestos y estimular la economía con gasto en infraestructura. Los obreros están entusiasmados por su disposición a intimidar a las empresas para salvar sus empleos.
En las últimas semanas, Trump ha arremetido contra Apple por no producir más partes de su iPhone en Estados Unidos, arengado a Ford por sus planes de trasladar la producción de sus vehículos utilitarios deportivos Lincoln y atacado verbalmente a Boeing, no mucho después de que el director ejecutivo de la empresa reflexionó públicamente sobre los riesgos de una política comercial proteccionista.
Más dramáticamente, Trump sobornó y persuadió a Carrier, un fabricante de unidades de aire acondicionado en Indiana, para cambiar sus planes y conservar 800 empleos en el estado en vez de trasladarlos a México. Un sondeo sugiere que seis de cada 10 estadounidenses ven a Trump más favorablemente después del acuerdo con Carrier. Esta demostración de fuerza está resultando popular.
Es popular, sí, pero problemática. La naciente estrategia de Trump hacia las empresas tiene algunos elementos prometedores, pero otros que son profundamente preocupantes.
La promesa radica en el entusiasmo de Trump a favor de la reforma de los impuestos corporativos, su adopción de la inversión en infraestructura y en algunas partes de su agenda desregulatoria. Los peligros se originan, primero, en el mercantilismo confuso que está detrás de su actitud hacia las empresas y, segundo, en las tácticas –sobornar y atacar a compañías individuales– que usa para lograr sus objetivos.
El capitalismo estadounidense ha florecido gracias a la aplicación predecible de las reglas. Si, al margen, ese sistema basado en reglas es sustituido por un enfoque ad hoc en el cual los empresarios deben poner atención y rendir homenaje al capricho del rey Donald, el daño a largo plazo para la economía de Estados Unidos será grave.
Empecemos con la confusión de la filosofía de Trump. El presidente electo cree que los trabajadores de Estados Unidos se ven perjudicados cuando las compañías trasladan su producción a lugares más baratos en el extranjero. Esa es la razón por la cual quiere imponer un arancel de 35 por ciento a los productos de cualquier compañía que traslade su producción al exterior.
Esos aranceles serían enormemente disruptivos. Harían a los productos más costosos para los consumidores estadounidenses. Al evitar que las empresas estadounidenses maximicen su eficiencia usando cadenas de suministro complejas, estas reducirían su competitividad, se disuadiría la nueva inversión y, eventualmente, saldrían perjudicados los salarios de los trabajadores en toda la economía. También alentarían una respuesta de ojo por ojo de parte de otros países.
Precisamente porque los aranceles serían demasiado costosos, muchos empresarios restan importancia al proteccionismo de Trump como mera retórica. Muchos de ellos ven la atención en empresas individuales como un sustituto políticamente astuto y, por tanto, sensato. Si Trump puede convencer a los trabajadores estadounidenses de que está de su lado usando solo una andanada de tuits y algunos acuerdos tras bastidores como el alcanzado con Carrier, no habría necesidad de recurrir a los aranceles. Para obtener beneficio de una bonanza amigable con las empresas, continúa la lógica, los ejecutivos inteligentes simplemente tienen que asegurarse de seguir siendo favorecidos por el presidente.
Eso parece una ilusión. El mercantilismo de Trump es de larga data y pudiera resultar feroz, particularmente si el dólar fuerte eleva más el déficit comercial de Estados Unidos. El Congreso tendría solo poderes limitados para restringir el exhorto del presidente a imponer aranceles. Más importante es el hecho de que, aun cuando se evite el proteccionismo imprudente, una estrategia basada en los sobornos y la intimidación a empresas individuales será en sí misma un problema.
Trump no es el primer político que persuade a las empresas. Pese a toda su reputación como el bastión del capitalismo basado en reglas, Estados Unidos tiene una larga historia de intervenciones políticas ad hoc en los negocios. Los estados rutinariamente ofrecen a las compañías subsidios del tipo que Indiana dio a Carrier. Desde el presidente John F. Kennedy, quien públicamente avergonzó a las compañías acereras en los años '60, hasta el presidente Barack Obama, quien rescató a la industria automovilística en el 2009, todos los presidentes han intervenido en los mercados.
Hasta ahora, las acciones de Trump no son excepcionales en relación con sus predecesores o para los estándares internacionales. La primera ministra británica, Theresa May, hizo recientemente promesas no reveladas a Nissan, el fabricante de autos japonés, para convencer a la compañía de permanecer en Gran Bretaña pese al Brexit. El gobierno francés es famoso por intimidar a compañías individuales para que mantengan empleos en Francia. Los corporativistas compinches más indignantes, desde Rusia hasta Venezuela, dispensan favores a los acólitos y castigos a los oponentes a una escala que provocaría sonrojos incluso en la Torre Trump.
Sin embargo, el enfoque de Trump es preocupante. A diferencia de la nación durante la Depresión, cuando el presidente Herbert Hoover y luego el presidente Franklin D. Roosevelt hicieron que las empresas actuaran según lo que ellos consideraban, a menudo erróneamente, a favor del interés nacional, o durante el 2009, cuando Obama reunió a los bancos y rescató a Detroit, Estados Unidos hoy no está en crisis. La intromisión de Trump, por tanto, probablemente será la nueva normalidad. Peor aún, su inclinación por la intimidación impredecible y a menudo vengativa probablemente será más corrosiva que los apoyos financieros que favorece la mayoría de los políticos.
Si este es el tono de la presidencia de Trump, las empresas prudentes convertirán en su prioridad obtener el favor del presidente y evitar acciones que pudieran molestarlo. Las señales de esto ya son evidentes en el entusiasmo con el cual directores ejecutivos destacados, muchos de ellos críticos de Trump durante la campaña, se han apresurado a unirse a su nuevo consejo asesor. Ayudar a la Organización Trump o a la familia Trump no podría salir mal. El papel de los cabilderos aumentará; una ironía dado que Trump prometió drenar el pantano de intereses especiales de Washington.
Los costos de este cambio podrían ser imperceptibles al principio, excedidos por el beneficio del estímulo económico y la reforma regulatoria. Como presidente de la economía más grande del mundo, Trump podrá pisotear a las compañías con impunidad más perdurable que los políticos en lugares más pequeños.
Conforme el tiempo pase, sin embargo, el daño se acumulará: capital mal asignado, menor competitividad y reducida confianza en las instituciones de Estados Unidos. Quienes sufran más serán los trabajadores mismos a los que Trump está prometiendo ayudar.
Esa es la razón de que, si realmente quiere hacer a Estados Unidos grande de nuevo, Trump deba prescindir del proteccionismo y evitar la intimidación de inmediato.