• Por Clari Arias @clariarias

Los que trabajamos en los medios de comunicación desde el siglo pasado jamás nos hubiéramos imaginado los cambios tan traumáticos que hoy día vive la sociedad paraguaya. Ni siquiera ha pasado un cuarto de este nuevo siglo y ya hemos sido testigos de la caída y resurgir –en un quinquenio– del gigante Partido Colorado, la asunción al poder de un sacerdote católico y la llegada a la Presidencia del primer liberal desde la muerte del Mcal. Estigarribia.

Nuestra democracia ha sobrevivido a un juicio político (rechazado por las izquierdas) y al asedio de tres crueles vecinos (Argentina, Brasil y Uruguay) que menospreciaron nuestra soberanía, como si todavía conformaran la mismísima triple alianza que intentó borrarnos del mundo de las naciones hace menos de 200 años.

Al ritmo de las nuevas formas de protestas –los escraches y las redes sociales–, hoy el pueblo manifiesta su descontento a través de opiniones y comentarios, se autoconvoca en febriles mítines y logra lo impensable: revertir dudosas decisiones de sus elegidos.

La muestra está todavía latente y a la vista de un incrédulo statu quo, que ve cómo –ladrillo por ladrillo– se va desbaratando el castillo de privilegios que construyeron para servirse del erario público. En un desafío soez y altanero, el diputado liberal-efrainista Dionisio Amarilla propulsó una ampliación presupuestaria para el Congreso Nacional, cuyo principal alcance era obtener fondos para cumplir con las remuneraciones especiales (el famoso tercer aguinaldo) de 1.300 funcionarios de la Cámara de Diputados.

Amarilla, envalentonado por el apoyo pleno de sus colegas, se convirtió en el defensor del pago extra, considerado por los funcionarios como una reivindicación justa a la vista de la onerosa realidad de que en el Ministerio de Hacienda (dueños de la "firraca") y otras reparticiones públicas ya se estipuló el pago del infame "tercer aguinaldo".

En el día de la sesión ninguno de los 67 diputados que votó a favor de la ampliación presupuestaria imaginó que, al momento de levantar sus manos para el sí, millares de paraguayos gritarían de la indignación, y que esas voces se multiplicarían tan rápido que hasta el propio presidente Cartes buscaría ponerse a salvo de las críticas con un oportuno (¿u oportunista?) decreto que eliminaba cualquier privilegio indebido a los funcionarios públicos.

Los partidos políticos tradicionales más grandes, Colorado y Liberal, han programado su subsistencia electoral en base a un vínculo conyugal con el Estado. Pero sería injusto endilgar todas las culpas a los pelafustanes de ahora, porque el gran propulsor de esta sinergia maliciosa fue el dictador Stroessner, quien se apoderó de lo público para repartirlo como botín a sus correligionarios colorados.

Ya en la democracia, bajo la noble idea de la gobernabilidad, Domingo Laíno y otros líderes opositores comenzaron a obtener pedazos de ese botín para los suyos, ¡y allí se armó la fiesta! La voracidad de los partidarios colorados y liberales se hizo cada vez más grande que hasta el puntero más insignificante y vulgar reclamaba un "puestito" en la función pública, para poder cumplir con el "trabajo" de cada lustro: arrear votantes.

Llegó tarde el hartazgo, pero llegó, y eso hay que festejarlo. El camino para profesionalizar y volver a hacer noble a la función pública será muy difícil, porque aún ostentan el poder quienes arremetieron –y lo siguen haciendo– contra las arcas del Estado. Por el camino nos encontraremos con falsos profetas, como el ministro de Hacienda actual, que llora por austeridad, mientras en la oscuridad consiente privilegios de ricos a sus ex compañeros del BCP. Cambiar nunca fue fácil y placentero, y todavía se gestarán vibrantes batallas contra el statu quo, pero tengan por seguro que cada vez queda menos del Paraguay abyecto que nos heredó Alfredo Stroessner.

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