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Hangzhou, China.

En la primera cumbre de los líderes del Grupo de los 20, la razón de ser del selecto club era clara. Celebrada poco después del colapso de Lehman Brothers a finales del 2008, el foro de grandes economías tranquilizó a un afligido mundo simplemente montando un show de unidad.

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Pero a medida que los peores efectos de la crisis financiera se desvanecieron, el G-20 tuvo problemas para encontrar el mismo sentido de propósito. La cumbre de este año, en Hangzhou, en el este de China, que terminó el 5 de setiembre, llevó la atención de los líderes en direcciones diferentes.

Fue precedido por otro despliegue escénico de cooperación: Estados Unidos y China ratificaron el acuerdo sobre el cambio climático de París. A continuación, se comenzó a trabajar en una larga lista de problemas, incluyendo diferencias comerciales que se cuecen a fuego lento, la cuestión de los sobrecargados bancos centrales, la evasión de impuestos corporativos y sobre la reacción populista en varios países en contra de la globalización. El comunicado final tuvo más de 7.000 palabras, sin contar varios extensos apéndices.

Esta extensión frustró a algunos de los participantes, que querían una mayor concentración en el crecimiento. El Fondo Monetario Internacional señaló que, el 2016 será el quinto año consecutivo de crecimiento global por debajo de 3,7%, su promedio durante casi dos décadas antes de la crisis.

Las economías del G-20 probablemente no cumplirán con el objetivo que ellas mismas se fijaron en el 2014 y que no era otro que el de elevar su producción combinada en un 2% respecto del entonces pronosticado crecimiento para el 2018 del FMI.

Sin embargo, juzgar el éxito del G-20 solo por los resultados de crecimiento es injusto, ya que la mayoría de sus grandes integrantes se están frenando. América está contemplando una segunda subida del tipo de interés. Alemania se mantiene escéptica del estímulo. China se encuentra actualmente más interesada en la desactivación de los riesgos financieros que en el aumento del producto interno bruto.

Y hay una lectura más positiva del crecimiento del G-20: se está desarrollando para hacer frente, si no es directamente para resolver, la gama de problemas que aquejan a la economía mundial. A pesar de que el G-20 parece difícil de manejar, también tiene una ventaja: la flexibilidad. La falta de una burocracia permanente permite cambiar el énfasis anualmente, dependiendo de en qué país recae la presidencia.

China puso a la "innovación" en el centro de la agenda del G-20. Vago como suena, era un tema sensato. En primer lugar, debatir si se basan más en la política fiscal o monetaria para promover el crecimiento es un foco inmediatista. A largo plazo, el progreso depende de la mejora de la productividad: obtener más de los recursos existentes. En segundo lugar, trataron al menos algo de la ira dirigida a la globalización derivada de la ansiedad que generan las nuevas tecnologías, como la inteligencia artificial, que amenaza a los patrones establecidos de empleo. No hay una respuesta sencilla: El G-20 se comprometió a compartir la tecnología con los países pobres y de promover la capacitación de los trabajadores. Sin embargo, el solo lograr que las economías más importantes del mundo piensen colectivamente sobre el lado negativo de la innovación ya era mejor que nada.

Por desgracia, sobre controversias específicas, poco se avanzó en Hangzhou. América y Europa presionaron a China a hacer más para frenar su exceso de capacidad industrial, especialmente en el acero. China respondió que el problema fue la debilidad de la demanda global, tanto como el exceso de oferta. La solución propuesta: establecer un foro para controlar el exceso mundial en la capacidad productora de acero resultó un ejemplo clásico de acordar algo para estar en desacuerdo.

Sin embargo, la cumbre fue también un oportuno recordatorio del por qué no hay sustituto para este tipo de reuniones. Días antes de que comenzara, la Comisión Europea dictaminó que, en Irlanda, Apple había pagado menos impuestos de los que debía, y el monto llegaba hasta los 13 mil millones de euros (US$ 14,7 mil millones). Eso planteó la posibilidad de una guerra fiscal trasatlántica, con Estados Unidos aludiendo a represalias. De ocurrir, tal conflicto socavaría uno de los principales logros del G-20: la petición del grupo en el 2012 que llevó a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, un club de países ricos, a redactar directrices que dificultan a las compañías elevar sus beneficios mediante regímenes fiscales favorecidos. El caso de Apple seguirá, pero, mientras tanto, el G-20 se comprometió a una mayor coordinación en el tema de los impuestos. Al cabo de dos años, la mayoría de los países compartirán automáticamente la información sobre los impuestos aplicados a empresas no residentes, reduciendo el alcance de la evasión.

Para aquellos que visitaron la cumbre, China trató de presentar una imagen de fortaleza. El gobierno cerró fábricas, cerca y lejos, para asegurar que el aire estaba limpio. Cubrió Hangzhou con una seguridad nunca vista. Y ofreció una gran noche de gala, ofreciendo un deslumbrante espectáculo de luz y bailarinas danzando en el agua. El contenido de las reuniones fue mucho más aburrido. Pero las cumbres serán –de hecho, deben seguir– adelante.

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