Por Clari Arias

@clariarias

Es difícil creer que los políticos del siglo veintiuno crean que todavía son necesarios. De hecho, se los creía una especie totalmente extinta por decisión darwiniana de la sabia naturaleza. En estos días, en un descubrimiento que la ciencia no va a aplaudir, fueron vistos algunos especímenes hurreros en los alrededores del presidente de la República, quien por fortuna ha decidido salir de su torre de marfil para inauguraciones varias a lo largo y ancho del país.

He sido testigo infantil de los famosos hurreros de los tiempos de Stroessner. Todavía en mi retina quedan aquellos últimos actos públicos del tirano transmitidos por la flamante televisión a colores. Él, que se jactaba de traer paz y progreso para su pueblo (mientras en las cárceles se mataba a los opositores), no perdía la oportunidad de aparecer en actos públicos inaugurando obras, y por supuesto allí se aparecían –obligados o no– esos poetas de la zalamería y la adulación entonando sus hurras. "Permiso para interrumpir su discurso mi general, viejo guerrero corazón de acero, presidente eterno del Paraguay, ¡tres hurras a mi general Stroessner!". Jamás olvidaría una frase así, "presidente eterno del Paraguay".

Durante muchos años me persiguió la idea errada de que ser hurrero significaba una situación de honor en la sociedad de esos tiempos, ya que éstos siempre estaban en los actos oficiales, muy cerca de los hombres más poderosos del régimen, siempre bien vestidos con trajes cuyo único pecado estético eran los pañuelos colorados que se colgaban en sus rechonchos cuellos.

Hoy sé que no habrá existido "oficio" más humillante que el de los hurreros, gente de pocas luces intelectuales que tenía que entonar loas de mal gusto y a puros gritos, para complacer la hambrienta egolatría de Alfredo Stroessner Matiauda, el tirano que devastó el Paraguay en sus más de treinta años de dictadura.

Por eso es que ver a los chupamedias del presidente Cartes aprovechando los muchos actos públicos a los que ahora asiste, me da asco y repugnancia. Me recuerda a lo más feo que tuvo el país, a gente sin nobleza que se llenaba la boca de loas que ni siquiera sentían, sino que lo hacían de mala gana esperando como retribución la posibilidad de poder vivir del Estado, como retribución a aquel acto tan bajo de hacer hurras por conveniencia.

Hace tan solo unas horas, un presidente de seccional (de una zona de gente pobre, por supuesto) propuso que su base partidaria lleve el nombre del actual presidente de la República, "como un gesto de agradecimiento a todas las obras sociales que el Gobierno lleva adelante". La película, claro está, es vieja y repetida: en los tiempos de "tembelo" todo se llamaba Alfredo Stroessner, desde una canchita de barrio hasta una ciudad fronteriza.

Espero, de corazón, que el Presidente no aliente los falsos "gestos de cariño" que recibe de parte de algunos que buscan lo mismo que aquellos hurreros estronistas, zoquetes para vivir de la teta del Estado.

Los verdaderos gestos de agradecimiento y respeto –incluso una posible reelección suya– vendrán solos, cuando el pueblo perciba que las cosas se están haciendo bien, y cuando los antiguos y peligrosos vicios del pasado caigan vencidos por el poder de una nueva forma de administrar el país.

Mientras tanto, espero que la alegría de la nostalgia de algunos estronistas (Marito, Filártiga, etcétera) les dure poco. A estas alturas deberían saber –en grado de certeza plena– que el Paraguay no volverá atrás, ¡ni para tomar impulso!

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