Por Alex Noguera
Editor /Periodista
¡Cuántas veces le habrá recomendado al hijo mientras le enseñaba a manejar: "Eatropelláke, che ra'y"! Luego, de viejo, cuando la edad le impedía ponerse al volante, le repetía la misma frase. No era una arenga con la que le insuflaba ánimos para avanzar en la vida. No. Se refería a dirigir el vehículo adrede, con alevosía contra el animal que osase pasar por delante de él. Esta regla tenía como blanco principal a los perros, es decir, perro que veía frente a su parabrisas, era un perro que debía ser eliminado.
El porqué de esta orden dada por el padre era "que mucha gente ya murió por tratar de desviar un perro que se cruza. Se pierde el control y te estrellás". Quizá algún conocido suyo tuvo un accidente de estos, lo que lo marcó negativamente para toda la vida.
Otra filosófica reflexión que daba acerca de animales y rutas era que debía medir la velocidad del vehículo cuando divisase un cuadrúpedo suelto. No era lo mismo pasar al lado de un caballo que al de una vaca. La pasividad de esta le permitía al conductor seguir el viaje sin prestarle demasiada atención, ya que los vacunos son lentos y predecibles. Por el contrario, un caballo es un amasijo de nervios. Cuando uno ve un equino suelto en la ruta, lo absolutamente recomendable es disminuir por completo la velocidad.
Atropellar perros significaba salvar vidas. Por décadas esa orden quedó en el subconsciente del hijo hasta que un día, sin previo aviso, hizo click. Estaba en la sala, sentado ante la pantalla de su PC. Frente a él, sus propios hijos veían la tele. Desde su asiento los controlaba, pues los tenía de frente. Captaba sus movimientos, sabía qué hacían. Hasta quién con una patada "sin querer" había echado el florero.
En eso estaba, cuando un video en Facebook le provocó el click. La imagen mostraba a un hermoso perro de largo y claro pelaje que cruzaba una calle en cámara lenta. El animal era "de familia", bien cuidado, con collar, acicalado, de estampa brillante. La toma principal apenas duraba un par de segundos y mostraba el rostro del animal: estaba feliz, despreocupado, rebosante de vida. Mucha gente debía quererlo, ya que todo él exudaba amor. Casi se diría que su hocico dibujaba una sonrisa. El primer plano del perro se fundió lentamente y sin desaparecer del todo unas palabras adquirieron protagonismo: "No me atropelles, cruzo la calle con la inocencia de un niño de 3 años".
Sentado allí, con la pantalla a centímetros y los hijos en la misma dirección a metros, sintió el golpe en la consciencia. Veía el rostro del perro y el de sus hijos y la felicidad en ambos casos estaba pintada con el mismo pincel. "Con la inocencia de un niño" hizo eco en el fondo de su mente. Con la inocencia de un niño, como la de sus hijos, que jugando hasta habían atropellado el florero.
El click se hizo miedo cuando imaginó a uno de sus hijos cruzando la calle, "con la inocencia de un niño" y se vio él mismo detrás del volante. Nunca lo había visto de esa manera, incluso se burló de esas mujeres que, según había leído en el diario, pegaban calcomanías "No me atropelles" en los vidrios de los autos con el compromiso del conductor de respetar la vida de los animales.
Ahora no reía. No se burlaba. Leía la pantalla. Algo sobre una cuenta bancaria y la pregunta que quedaba flotando le ponía la piel de gallina. ¿Cómo está tu cuenta en el Banco del Amor? El perro era el mejor amigo, por lejos. Cuando algún familiar llegaba a la casa él daba la bienvenida como el reencuentro de dos enamorados; y a pesar de los retos siempre daba amor. Su cuenta en el Banco del Amor estaba rebosante. Era un perro millonario de amor, tanto, que regalaba a todos.
¿Y él? En el trajín diario de las importantes cosas de la vida había olvidado cómo dar una caricia, su cuenta en el Banco del Amor estaba vacía. Cerró los ojos e imaginó a sus amigos. Todos eran pobres en ese banco.
Todos, de alguna manera, tenemos escondidas órdenes en el subconsciente. Indicaciones, consejos heredados directa o indirectamente y no nos damos cuenta hasta que se da el click. Desde groseros piropos, pasando por bromas pesadas, hasta coimas y grandes negociados. A veces, ese despertar nunca se produce y sin querer el saldo de esa cuenta bancaria queda en cero.