Por Pablo Noé

Editor general adjunto

pnoe@lanacion.com.py

Cuando bajo la mirada se encuentra el sistema educativo es una gran oportunidad para plantear caminos diferentes a los transitados hasta ahora, intentando aumentar la calidad educativa de nuestro país, motor fundamental para el desarrollo de la sociedad en todas sus dimensiones.

Que el Ejecutivo haya planteado, a pedido de los estudiantes, una emergencia edilicia, ayuda a dimensionar lo mal que estamos en general, puesto que es impensable considerar que el nivel de los egresados del sistema será medianamente aceptable, cuando en lugar de atender la clase, debe concentrarse en las precariedades que tiene que soportar, temiendo por su integridad, ya que se volvió una constante el derrumbe de techos en diferentes instituciones.

Si bien es impostergable y urgente que se delineen los puntos que deben ser analizados, respecto a las condiciones edilicias, presupuestos que fueron destinados y no se concretaron, proyecciones a futuro de lo que se necesita en cada estructura escolar, no es menos importante reflexionar sobre las consecuencias educativas que traen estas situaciones en donde el alumno es víctima de un sistema en donde la impunidad se enseñorea.

No alcanza solamente con lamentar que los techos se vengan abajo y que los recursos hayan sido malversados. Por un momento debemos ponernos en el lugar de aquel joven, aquella niña que con cándida inocencia acude a un lugar, la escuela, que la considera como su segundo hogar, en donde puede incorporar elementos que lo saquen de la pobreza en la que muchas veces está inmerso, para comprender el altísimo grado de frustración al que se los expone al destinarlo a condiciones inhumanas, al exponerlos al peligro y a revictimizarlos, porque como personas no se sienten dignos de recibir un patrimonio, del cual el Estado está obligado en proveerle, como es una educación de calidad.

El mismo escenario se vive cuando niños y adolescentes dejan de recibir el almuerzo escolar y los insumos que requieren para desarrollar su formación educativa. Tan solo debiéramos ponernos un segundo en sus zapatos para entender la impotencia que corroe sus espíritus al sentirse despojados de lo que legítimamente les pertenece y como la corrupción se institucionaliza en la educación.

En la sociedad coexistimos entre todos, sin distinción de clases, religión, clubes de fútbol, creencias políticas y religiosas. Pero al ver tantas diferencias en el sistema educativo lo que estamos llevando a la realidad es la normalización del ciudadano de primera y el de segunda. Los que tienen mayores recursos, que legítimamente también tienen el derecho de asistir a escuelas mejor equipadas dentro del sector privado, tienen demasiado en comparación a los desposeídos que deben conformarse con el resto. Esto es inconcebible. Las sociedades desarrolladas, de primer mundo, son las que garantizaron que todos los niños y adolescentes accedan a una educación de primera calidad. Ese esquema no permite esta miserable distinción, de los que tienen todo, y los que carecen de todo.

Mientras sigamos sentándonos a debatir, y a dibujar los caminos que debemos transitar para potenciar el sistema educativo, estaremos dando pasos positivos para construir una sociedad mejor. Aunque, si este ejercicio, solo sirve para aplacar cuestionamientos puntuales, o para construir una imagen particular, apuntando a proyectos personales, estaremos dilapidando grandes chances de empezar a construir un destino de excelencia para todos los paraguayos. Aquellos que merecen una mejor calidad de vida, para garantizar una sociedad más equitativa y sin exclusiones.

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