El problema que denominamos popular y cotidianamente de los "vendedores callejeros", de productos que llamamos elegantemente "informales", para evitar la palabra "ilegales", las connotaciones delincuenciales que conlleva y los inconvenientes y daños que generan a los transeúntes, porque se apropian de un espacio público, ni qué decir a los comerciantes que encuentran competidores ilegales y privilegiados que no tienen que pagar local ni impuestos ni gastos.
Se ha discutido mucho al respecto y se ha avanzado poco, aplicando escasas, breves e inútiles medidas para salvaguardar el interés de la mayoría, como proclama la Constitución, que cada día parece menos nacional y más remota, mientras que autoridades nacionales y regionales se tiran la pelota tatá, como si todo el año fuera San Juan.
Y aquí cabe plantearse el tema central que debería preocupar a las instituciones nacionales: ¿quién alimenta este mercado gigante, que suma minúsculos vendedores, que ocupa gran parte de los espacios urbanos, desde los semáforos pasando por las principales esquinas hasta las más concurridas arterias de las ciudades, que invade comercios y mercados?
Es fácil comprobar que pululan los vendedores de frutas y verduras, con mercaderías semejantes y de la misma procedencia, con un ejército de vendedores entrenados, de acuerdo a su gesticulación y verba "marquetinera", en la misma escuela.
Las calles del centro, donde se desarrolla principalmente la actividad pública y privada, ofrecen mercaderías semejantes, en cantidad que escapa a la posibilidad de "vendedores" que proclaman su "pobreza" como argumento para seguir exigiendo esa privilegiada "licencia para delinquir". Basta que llueva para que un diluvio de paraguas aparezca en todas las esquinas, ofertados al transeúnte a precio de baratija. Basta que el verano asome sus calores para que aparezcan en todas las calles verdaderos escaparates de artículos para disfrutar en las piletas a precios muy inferiores a los del mercado.
Pero no se trata solo de productos coyunturales; artículos de toda índole, con marcas evidentemente falsificadas, se pueden adquirir a precios irrisorios, a escasos metros del Ministerio de Hacienda o del mismo Palacio de Justicia, donde Astrea, más que nunca, se hace la ciega.

Desde un gigantesco contrabando de azúcar, descubierto no hace mucho por instituciones oficiales, desaparecido luego por arte de magia, hasta el recientemente confiscado contrabando de armas de guerra, todo indica que el aparato "mau" es probablemente una de las industrias más prósperas del país, aunque la que menos aporta, al menos oficialmente hablando, al Estado paraguayo y menos beneficios acarrea, salvo el de sostener a un contingente de desocupados.
Un análisis mínimamente realista del fenómeno de las ventas ilegales al por menor y al por mayor, a la que la cultura paraguaya se ha adaptado por la costumbre de tener al alcance, a la vista del ciudadano común y de las autoridades, cómo el contrabando se exhibe, con descarada ostentación en la vía pública, en centros comerciales, mercados y por los más modernos sistema de comunicación.
Y aquí cabe hacer una disquisición: y cuando se habla de Estado, hay que hablar de las instituciones en general que gobiernan y administran un país. No es una abstracción, sino una serie de aparatos que deberían sumar, aunque generalmente restan.
Cuando se realizan acciones concretas o se convoca a una campaña desde la cabeza, en vez de generarse una reacción solidaria de las instituciones, empieza el juego de pasarse las responsabilidades, de dilatar las acciones.
Lo más obvio de todo es que este aparato no es una cuestión de paseros ni de quiosqueros, de vendedores callejeros ni fruterías al aire libre, sino un aparato gigante, donde, como es fácil constatar cuando se producen intervenciones importantes y exitosas, hay inversiones millonarias, que, entre otras cosas, logran evadir con facilidad los controles, sin duda "aceitándolos", financiando pequeños vendedores que ejercen presión, y aprovechándose de esa cualidad de los administradores públicos, que anteponen conveniencias personales y políticas, perfeccionada con las décadas de practicar la ley del ñembotavy, es decir, de desentenderse de los problemas para evitar desgaste político, repartiendo complacencia y, si es posible, obteniendo algún beneficio.
De esta manera, el gigante sigue invisible y sigue robando al país.