Por Mario Ramos Reyes
Filósofo político
La burocracia del estado moderno produce desencanto, desilusión, escepticismo. Ese era el diagnóstico de Max Weber, durante los años críticos de inicios del siglo XX, que advertía de la racionalización excesiva de los aparatos partidarios, del Estado, y sobre todo, la burocratización de la política. Cuando todo está preestablecido, y las reformas esperadas son siempre más de lo mismo, explota el desencanto y todo esto genera una crisis.
Una democracia refleja, después de todo, nuestros intereses, y apetitos, y los miedos ciudadanos, miedos que se proyectan, muy a menudo, en enemigos imaginarios o reales, convirtiendo el debate democrático en una miríada de slogans, frases hechas, guerra de anuncios comerciales, con soluciones rápidas y simplistas.
Para la democracia norteamericana, una candidatura como la de Trump parecería seguir a esa ley resbaladiza de la historia. Rechazado silenciosa y sutilmente por el establishment liberal-conservador, Trump estableció un liderazgo que se podría calificar como antiburocrático y anti-institucional, xenofóbico, sexista y excluyente, cuyo carisma se parece más afín a un caudillo de una democracia sin instituciones fuertes como la norteamericana, pero, sin la retórica ampulosa de los populistas latinoamericanos. Su estilo desenfadado de ironías, burlas, insultos, y, sobre todo, con su auto-imagen narcisista de ganador, no tiene nada de belleza sino de simpleza. Así ha sintonizado con una franja importante de votantes de su partido, aunque –recientes encuestas– también indican que una franja del partido demócrata, le es afecta en cierto grado.
Trump aparece así, como una respuesta a la percepción, real o imaginaria, de la pérdida de poder e influencia hegemónica de Estados Unidos. De ahí su repetido slogan de campaña: vamos a hacer a nuestro país grande de nuevo. Trump se presentó como un ganador nato y que promete que los americanos, bajo su liderazgo, se van a "cansar" de volver a ganar. A tres semanas de las primeras primarias, y contra más de un pronóstico de avezados comentaristas que vaticinaban que su candidatura se desplomaría a esta altura, continúa liderando varias encuestas. Y de no ocurrir algunas sorpresas, todo parecería indicar que podría ser su candidato.
¿Sólo en eso radica el éxito de Trump? En parte sí, pero hay más, mucho más. Trump se presenta como la única respuesta rápida a la incertidumbre que aqueja al ciudadano medio americano que no ha salido aún de la gran recesión del 2008 y, sobre todo, como una fuerza decisiva ante la amenaza terrorista que reflotó con fuerza recientemente con los atentados de París y de San Bernardino, California, y el avance de ISIS; así como la percepción de la falta de liderazgo de Obama ante los desplantes financieros comerciales de China, y el liderazgo de Putin en el caso de Siria e Irán. En una palabra, el norteamericano medio siente que el gobierno no sólo es débil, sino que no lo representa, y que los arreglos de ambos partidos, no son sino dos formas del mismo establishment burocrático y plutocrático.
Pero si esto es así, ¿cómo es que Trump, un billonario, los representaría? Aquí cabría agregar dos aspectos: El primero, es la comunicación de su mensaje. Es simple y directo, lejos de ser un orador, y se dirige a los ciudadanos con un lenguaje directo, sin cuidar ninguna forma de lo "políticamente correcto". Es el discurso de lo que, en la jerga americana, se denomina la de un obrero "blue color", pero, en este caso, el de un "blue color" billonario. Y ahí viene lo curioso del segundo aspecto. Trump utiliza el tema de su fortuna para mostrar a los ciudadanos que, gracias a su dinero, él no obedece a ningún grupo de interés, o lobbies, sino a sí mismo. Al fin y al cabo, remarca a menudo, él gasta su dinero y no el de corporaciones que contribuyen a los otros candidatos, esperando siempre el retorno del favor. El discurso populista-personalista de Trump se percibe y recibe de esta manera, atrayente. Su imagen de exitoso la traslada, dice, al gobierno donde va a solucionar los problemas domésticos e internacionales.
Paradójicamente, sin embargo, su postura es lo más alejada de la política conservadora-liberal, menos afecta al papel del gobierno en la sociedad y más inclinada hacia la sociedad con todas sus fuerzas sociales y económicas. ¿Algunos antecedentes históricos? Tal vez el de Teddy Roosevelt a principios del siglo veinte, pero, el populismo de Roosevelt tenía un tono decididamente social contrario a las colusiones capitalistas de la época. Lo que nos lleva a una reflexión final. ¿Qué realmente está pasando a la conciencia ciudadana? Difícil es decirlo con precisión, pero, sí podemos volver a Weber y a su inspiración Nietzsche para echar alguna luz ¿o sombras? La de que los seres humanos no somos apolíneos, seres de conductas rectas y totalmente racionales todo el tiempo, sino dionisiacos, emocionales, irracionales, ciudadanos en un mundo donde, más veces de lo que se piensa, dos más dos no siempre son cuatro.