Por Augusto Dos Santos
El Estado es un concepto que ha recorrido los tiempos y a su paso ha asumido la sabiduría de las sucesivas experiencias. La esperanza de esta estructura en la figura de un liderazgo es muy interesante porque la voluntad popular no puede converger en un mueble, en un edificio o una computadora, sino en una persona que la represente.
De acuerdo a nuestra Constitución, la única persona electa para ejercer una tarea ejecutiva es el titular de este poder, quien tiene un repuesto, el vicepresidente, al que deliberadamente liberan de toda función, salvo algunas ornamentales, con el único objetivo de enfatizar en la suprema representación del mandatario que ejerce un cargo denominado presidente de la República.
A partir de allí, el Presidente se encargará de administrar el Gobierno, suscribir las decisiones operativas sobre leyes elaboradas en el Congreso, ejercer de policía para el cumplimiento de los mandatos de la Justicia, cuidar a los ciudadanos en su seguridad, salud, educación, etc., desde su única responsabilidad política. El Presidente puede contratar secretarios para el ejercicio de las tareas operativas. Estos secretarios ocuparán las responsabilidades en ministerios, secretarías u otros organismos nacionales y binacionales.
Para aliviarlo de las responsabilidades penales inherentes a una falla que pudieran cometer los secretarios por acción u omisión, el Estado instala la figura del ordenador de gastos como responsable de tales ejecuciones específicas. Por lo tanto, hasta aquí tenemos que el presidente de la República es el responsable político solitario del éxito o el fracaso de un Gobierno, pero sus secretarios se comprometen a ejercer sus responsabilidades de delegación operativa a cuenta de estar a disposición del Presidente en el arbitraje de la calidad de su gestión y a disposición de los organismos de control en relación a la puridad de sus cuentas.
El ministro es estratégico en la protección política del Presidente, que se manifiesta desde varios roles generalmente relacionados con su gestión, pero, curiosamente, también desde la importancia que puede tener su renuncia. Y ello es así porque renunciando aquel cuya tarea es reprobada o cuya incompatibilidad con el Presidente es manifiesta, ello termina protegiendo al mandatario de las fallas que pudieran cometerse.
Cuando decimos que un ministro es un fusible, posiblemente se lo entienda como una expresión peyorativa desde el análisis facilista, pero esta frase hecha –sin embargo– encierra un gran recurso, una gran razón de Estado, cuya motivación central en términos de gobernabilidad es sostener la figura del Presidente lo más indemne hasta el final de su mandato, honrando el privilegio de la soberanía del voto popular.
De todo lo que comentamos hasta aquí se desprende analizar dos curiosidades que son importantes, una sobre las políticas de Gabinete del Presidente Cartes y otra sobre los debates de la última semana.
La primera curiosidad tiene que ver con la opción del Presidente de sostener – cargando ese peso sobre sus hombros– a ministros que reiteradamente son sometidos la crítica, en tanto con ello está desaprovechando un recurso que le ofrece la praxis presidencial para proteger su propio mandato.
La segunda curiosidad es el torpe y desatinado debate sobre las prerrogativas del Presidente de designar cargos en el Ministerio de Defensa, discusión que alcanzó niveles delirantes en la última semana por desconocimiento de las claras prerrogativas que tiene el Presidente de nombrar desde el furriel hasta el comandante de las Fuerzas Militares, sin otro recurso que su propia voluntad.
Nuestra democracia tiene que aprender que debe proteger la función de la Presidencia no porque la ejerciera Cartes, Lugo o Nicanor, sino porque es la persona con la que suscribió un contrato el día de los comicios presidenciales, por eso es mandatario.
Parecen conceptos demasiado simples para un comentario dominical pero a veces es bueno recurrir a lo sencillo cuando el debate se vuelve complicado.