Las proporciones que ha adquirido la producción y el comercio de la marihuana y los pobres resultados –pese a los esfuerzos– alcanzados en su represión, son motivos suficientes para abrir el debate en la sociedad paraguaya acerca de la legalización de esta droga. Son motivos suficientes, pero no son los únicos. También es preciso señalar que la regulación y normatización de este consumo permitirán al Estado arrebatarle un negocio multimillonario al crimen organizado.

Paraguay es además el principal productor de cannabis en Sudamérica y figura entre los primeros en el mundo. La marihuana local abastece los enormes mercados de Argentina y Brasil, llegando también a Chile y más allá. A la sombra de la siembra, acopio, procesamiento, tráfico y consumo de marihuana se ha formado una compleja organización que incluye desde matones hasta autoridades corruptas, abarcando también a simples agricultores y a vendedores de poca monta.

Las ramificaciones llegan al Poder Judicial, al Parlamento, a las instituciones del gobierno, a los municipios, la Policía y el Ministerio Público. Este entramado de soborno, miedo, dinero sucio y violencia se apoya íntegro en el carácter ilegal de la actividad. Retirando esa piedra angular, el edificio del narcotráfico –de marihuana, no de otras sustancias– se derrumba inevitablemente.

Año tras año, incluso mes tras mes, son destruidas por la fuerza pública toneladas de marihuana e incontables hectáreas de plantaciones, pero esos golpes no parecen afectar el suministro del producto en los mercados, en los cuales sigue manteniendo además los mismos precios aproximadamente. A la luz de este simple hecho –el producto llega a destino sin mayores contratiempos– solo cabe deducir que el daño que se provoca a los traficantes de marihuana es ínfimo delante de la magnitud de un negocio que además no cesa de crecer, como lo demuestran las estadísticas de requisas y número de consumidores.

Millones de dólares y, sobre todo, valiosas vidas humanas ha costado el combate a este tráfico que sigue gozando de buena salud y cuya ascendente influencia en la política puede convertirlo en el mayor enemigo de las libertades y de la democracia.

La legalización de la marihuana permitirá que los organismos públicos ejerzan control sobre la composición de la sustancia, identificando si existen aditivos u otros tóxicos. Con ello habrá información transparente a disposición de los ciudadanos y se evitará que se agrave el problema de salud pública. Tampoco es un hecho menor que, al ser una actividad legal, la producción y el comercio de marihuana deberán pagar tributos al Estado, recursos que bien pueden destinarse a campañas de educación sobre los efectos de las adicciones o para la atención de las personas con este problema.

En contrapartida, del lado de quienes rechazan la legalización, surge un argumento de peso: La aceptación legal aumentaría inexorablemente el consumo al facilitar el acceso a la sustancia a una cantidad mayor de personas. Se considera además que la marihuana es la puerta de entrada a drogas más potentes y peligrosas. Sería conveniente conocer la experiencia en este sentido de países que ya han legalizado el estupefaciente, como Uruguay. Es de suponer que las autoridades de ese país –con el que compartimos muchas características culturales– habrán realizado algún tipo de monitoreo para detectar un incremento en el consumo. Tal estudio será de gran utilidad para el debate que aquí se propugna.

En definitiva, las autoridades y los ciudadanos deben sopesar con mesura y sensatez los argumentos que se han presentado en torno a este debate a nivel internacional y tomar decisiones que modifiquen el estado actual de cosas en el que el crimen organizado va llevando la delantera.

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