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Lo ocurrido en Francia remece con fuerza a todo el hemisferio por las afinidades históricas y culturales que Occidente tiene con ese país europeo. Pero no es ni remotamente la única atrocidad cometida por terroristas con pretexto religioso en los últimos días. Tan solo ayer el grupo islámico Boko Haram mató nada menos que a 2.000 personas en un poblado del norte de Nigeria.

Los últimos acontecimientos ocurridos en Francia –el brutal ataque terrorista a un semanario que causó la muerte de 12 personas y la redada policial que cerca de 48 horas más tarde acabó con la vida de los extremistas– deben motivar al menos dos reflexiones. Salta en primer lugar, naturalmente, la necesidad de un enérgico rechazo al extremismo religioso –sea cual fuere el credo– que busca imponer sus creencias y sus valores al conjunto de la sociedad. Una de las conquistas más preciadas de la civilización occidental es la separación del poder político de la religión, el entendimiento de que las convicciones concernientes a la fe espiritual son asuntos exclusivos del individuo y su conciencia.

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Según este precepto –cuyo desarrollo se debe en no poca medida a Francia y su revolución– ni el Estado puede inculcar una ideología a las personas ni éstas pueden tratar de obligar a los demás mediante la coerción a sostener tal o cual fe. La tolerancia religiosa y el respeto a la diversidad cultural fueron, son y serán pilares fundamentales de la convivencia pacífica en un mundo cada vez más integrado. No hay que olvidar que alrededor del 10% de la población de Francia es musulmana.

La mayor parte de esta población proviene de las antiguas colonias francesas del África o de Asia y son personas trabajadoras y esforzadas, que llevan su vida sin mayores conflictos con sus semejantes, respetando la historia y las tradiciones de su patria y enriqueciendo su cultura y su sociedad. Es un error muy grave –que conduciría a un extremismo de signo inverso– identificar a ciertos grupos de fanáticos irracionales con el conjunto de la religión islámica. Sin embargo, también sería una profunda equivocación minimizar el peligro que los grupos religiosos extremistas constituyen en la actualidad.

Lo ocurrido en Francia remece con fuerza a todo el hemisferio por las afinidades históricas y culturales que Occidente tiene con ese país europeo. Pero no es ni remotamente la única atrocidad cometida por terroristas con pretexto religioso en los últimos días. Tan solo ayer el grupo islámico Boko Haram mató nada menos que a 2.000 personas en un poblado del norte de Nigeria. Este mismo grupo fue el que secuestró, esclavizó y vendió a decenas de niñas y adolescentes de ese país hace algunos meses. Y claro, en este breve recuento no se puede dejar de mencionar al Estado Islámico, organización que ha estremecido al planeta entero con decapitaciones grabadas y difundidas a través de internet.

Surge aquí la segunda reflexión a la que se hacía mención al principio. La Policía francesa, en un alarde de eficiencia, identificó y localizó a los autores del ataque al semanario Charlie Hebdo en poco más de 48 horas. La acción policial derivó en la muerte de los criminales, quienes se atrincheraron en un edificio. Paralelamente, el gobierno francés hizo un llamado a todos los sectores políticos y a todas las religiones a unirse en defensa de las libertades –la libertad de expresión, la libertad de culto, etc.– y en la construcción de una sociedad más democrática y más tolerante. Ambos hechos señalan el camino que habrá que seguir ante el extremismo religioso: la máxima eficacia en la neutralización de los terroristas, por un lado, y la apelación permanente a más democracia, más libertad, más tolerancia, más conocimiento y respeto por los otros, aquellos que no piensan como uno, por el otro lado. Esa es la clave para una paz duradera en países que albergan cada vez mayor diversidad religiosa y cultural.

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